sábado, 25 de mayo de 2013

Mis amigos de Luque (Parte 1ª): Los que se fueron




Afirma Aristóteles en su libro, Ética a Nicómaco, que la amistad es una virtud, que va acompañada de virtud, y estima que es lo más necesario para la vida. Sin amigos nadie querría vivir, aunque poseyera los demás bienes, porque la prosperidad no sirve de nada si se está privado de la posibilidad de hacer el bien, la cual se ejercita, sobre todo, respecto de los amigos. Asimismo, en los infortunios se considera a los amigos como único refugio.

Las experiencias  vividas a lo largo de nuestro devenir por el camino de la vida nos hacen reconocer como reales y auténticas las palabras del filósofo griego, porque sin amigos la vida sería aún más dura.

Entre mis recuerdos de Luque, quiero hacer una mención especial de mis amigos de entonces, personas entrañables y muy queridas, con las que compartí ratos buenos, que fueron la mayoría, regulares y menos buenos. Juntos reíamos, jugábamos al fútbol en el Terraplén, bajábamos a la “Cueva la Encantá,” subíamos a la Pedriza, al Castillo, paseábamos por las calles de siempre: Paseo, C/ Alta, Belasar, Álamos, PraO, Carrera… Íbamos a Marbella, a las Delicias, a Pumá. Subíamos por la falda de la montaña y llegábamos hasta la “Cueva de los Murciélagos”, hasta una entrada lateral que estaba enrejada y tapiada.


Cantábamos en la Cruz de los Caídos o en los 
paseos callejeros, castigando a nuestros vecinos con aquellas horrendas voces que salían de nuestras “ahumadas” gargantas. Los responsables de estas “atipladas” voces no eran otros que  los “Bisonte”, los “3 Carabelas”,  el “Antillana” y todas las marcas de tabaco, habidas y por haber (tampoco demasiadas), que se vendían en aquellos tiempos y que quedaban al alcance de nuestros menguados bolsillos. 


Allí, sentados sobre las losas de la Cruz, solíamos interpretar las hermosas canciones del momento. Hermosas canciones que nosotros nos encargábamos de “jorobar” con la “armonía” de nuestras broncas gargantas de precoces fumadores. Aquellos  “Cruzados” conciertos se merecen un capítulo aparte. 




Cruz de los Caídos, 1964


Hoy quiero recordar a aquellos amigos que nos dejaron:  Eloy Porras, Francisquito, Tista Barona y Rafa el Cortijero. De cada uno recojo momentos inolvidables, recuerdos que me hacen revivir plenamente las escenas que voy a relatar, todas buenas, maravillosas. 


Temprano levantó la muerte el vuelo.
temprano madrugó la madrugada,
temprano estás rodando por el suelo.
                                     M. Hernández, Elegía a Ramón Sijé.


Eloy Porras Cebrián (el hijo de Don Eloy el maestro) 



Eloy  era un chico adolescente, muy cercano a mi edad, que vivía en uno de los pisos de los Maestros en el edificio de Correos. Era hijo único y de los pocos luqueños que no estudió con el Maestro de  El Algarrobo. Su padre, maestro también, se ocupaba de su educación. Por esta razón, se relacionaba poco con el resto de los chicos del pueblo. Sin embargo, por algún extraño motivo, que se me escapa, entre él y yo surgió paulatinamente una entrañable amistad, a pesar de la vida “disciplinada” que llevaba, poco dada a las salidas y a los “vicios” de los chicos de aquella época. Por eso, esta pequeña anécdota que voy a contar, resulta sorprendente. Constituye una de sus pocas salidas de tono, sino la única, que ambos compartimos.

En el Terraplén. Detrás, de izquierda a derecha, Rafael Ortíz León, Agustín el Porterillo, Luis Gil Amores y Antonio Arjona Ortiz.
           Delante, de izquierda a derecha, José Pérez Ortiz, Eloy Prras Cebrián, Rafael Navas Luque y Sebastián Urbano Morales.




"Una tarde, antes de las 17 horas (la Oficina de Correos aún estaba cerrada y abría religiosamente a esa hora), estábamos sentados Eloy y yo en las escaleras interiores del edificio donde vivía, el edificio de Correos, sito cerca del Ayuntamiento y a la izquierda del Paseo Real. Con gran secretismo, me enseñó un tubo negro y  brillante, hueco, aproximadamente del diámetro y longitud de un lápiz nuevo. Le pregunté qué era y me dijo que se trataba de una varilla de pólvora prensada. La cogí y la examiné, y con gran atrevimiento por mi parte y una buena dosis de curiosidad, le propuse prenderle fuego para ver qué pasaba. Accedió a hacerlo y yo, fumador empedernido por aquellos tiempos, saqué un mechero o cerilla (no recuerdo bien), cogí el tubo por un extremo y le "arrimé" la llamita por el otro. Aquello comenzó a arder progresivamente y a emitir un silbido parecido a la turbina de un Boeing 747 cuando está al ralentí, pues por el hueco del tubo debía entrar mucho aire, aspirado por la combustión de la pólvora. De pronto, sin darme cuenta, se me escapó de la mano o, asustado, lo solté y comenzó a volar como un globo cuando se infla y se suelta, o sea, siguió una trayectoria errática e imprevisible.  A medida que el “artefacto”  volaba por el aire, nosotros muy impresionados, volamos por el suelo a tal velocidad que ni Aquiles el de los pies ligeros nos alcanzara. Subimos a pares las escaleras de acceso a los pisos con el fin de “parapetarnos” en su casa. No obstante, cuando apenas habíamos llegado al rellano superior,  notamos que, de repente,  se hizo el silencio, el humo se disipaba y el olor a pólvora quemada llegó a nuestro olfato. Liberados de nuestro pánico, volvimos a recorrer las escaleras ahora para bajarlas con total parsimonia  y decidimos, finalmente, tranquilizarnos de nuestra arriesgada proeza en el Terraplén, lugar paradisíaco y “refugio de pecadores”, donde respirar aire fresco y protegernos de miradas ajenas y preguntas incómodas, ya que temíamos que pudiera salir algún morador de aquel inmueble (Santiburcio, los  mismos padres de Eloy o el Administrador de Correos) a pedirnos cuentas de la fechoría.


Un día, viviendo ya fuera de esta nuestra tierra, supe que había fallecido repentinamente. Era aún muy joven. Tenía una larga vida por delante, que no pudo recorrer. Sentí un inmenso dolor por la pérdida del amigo de la infancia.










 Juan Bautista Barona Jurado ( Tista Barona)




 Fuimos compañeros en todos los cursos de Bachiller, que estudiamos  con el Maestro del Algarrobo.  En la asignatura de dibujo lineal era un artista. Tenía una facilidad pasmosa para esa tarea, que a mí se me daba muy mal. Me admiraba su habilidad. También destacaba para el canto. Cuando “cantábamos”  durante nuestros paseos o ya tranquilamente asentados en la Cruz de los Caídos, su potente voz de barítono destacaba  entre  todos los berridos que salían de nuestras gargantas. Había una forma muy fácil de comprobar la diferencia entre su voz fuerte y armoniosa y la voz desentonada de los demás. Si Tista cantaba, nuestros berridos, sin dejar de serlo, podían ser soportables. Sin embargo, si Tista dejaba de cantar, el ruido era terrible. Nuestras estridentes voces se transformaban en un sonido horrible, casi insufrible.

  Nuestro repertorio era muy variado, aunque las canciones preferidas y, por tanto, las que más cantábamos  eran “Perdóname” y “Esos ojitos negros”,  dos canciones del Dúo Dinámico, que estaban de moda.




En la Pedriza nos reuníamos de vez en cuando, formábamos un corro sentados en las piedras, y Tista, cual Jefe de la Tribu, presidía y dirigía la conversación. Nuestras charlas  no versaban sobre temas de altura. Acostumbrábamos a hablar de asuntos muy triviales: fútbol, baloncesto, del  famoso programa  de TV “Cesta y Puntos”, quizás algo sobre mozuelas, coches (su padre se compró un 600)… En fin, tocábamos muchos palos, y ninguno sonaba mal. Eran temas inocentes, nada maliciosos.

En  su casa, vimos el Mundial de fútbol de 1966. Sus padres se habían comprado una TV y nos reuníamos en una sala que tenía en la planta baja. Allí, delante de nuestros ojos,  veíamos correr en la pantalla a Pirri, Pereda, Grosso,  etc...,  con el  consiguiente sufrimiento cuando fuimos eliminados por los alemanes o, tal vez, por los argentinos. No lo recuerdo bien. Fue una mala tarde aquella, que todos padecimos solidariamente.



 A él nos pegábamos como lapas cuando retransmitían los partidos de la Liga de fútbol, la Copa de Europa (así en español. Nada de “Champions league”,  ya que en esa época el inglés aún no nos había colonizado), la de Ferias, etc... La explicación es muy fácil: Tista era nuestro amigo, que además tenía un radio transistor. Con ese “aparatejo” podíamos estar en cualquier lugar: en el paseo, en la explanada que hay a la entrada del castillo, en el recibidor del edificio de correos cuando llovía o hacía mucho frío, y escuchar el desarrollo del partido sin estar encerrados en casa. La radio fue un elemento de unión, de amistad.
La alternativa al transistor no era nada grata, puesto que nos impedía callejear y nos obligaba a estar “inmóviles” en una casa con aparato de lámparas, o sea, recluidos entre cuatro paredes,  algo poco apetecible para jóvenes inquietos y curiosos.

A Tista lo vi por última vez (no lo había visto desde que me marché de Luque) en la Parroquia. Hace aproximadamente quince años. Asistí a la comunión de mi sobrina Reyes. Me encontraba  en el lateral que existe junto a la entrada principal, y en el momento de la comunión lo vi pasar de regreso a su sitio. Pensé que cuando acabara la misa podría saludarlo, pero era un día de comuniones, había mucho revuelo y aglomeraciones y no pudo ser. Cuando terminó la ceremonia, toda la gente que había, muchísima, al salir,  formamos corrillos en la puerta. Muchos grupos, mucha multitud y Tista acabó  por desaparecer de mi ángulo de visión. No pude encontrarlo. El bullicio no me lo permitió.

Hace relativamente poco tiempo, unos cuatro años, me informaron de su fallecimiento. Me quedé impresionado y conmocionado. Me parecía imposible. Un torrente de momentos vividos con mi amigo me inundó el alma y en la garganta se me formó un nudo enorme, y no dije nada ¿para qué? No es necesario pronunciar ninguna palabra.  La muerte es inflexible e inexorable. Sentí una mezcla de emociones agridulces: dolor por su temprana pérdida y un sentimiento de agradecimiento a la vida por haberme permitido compartir muchos y gratos momentos con él.


Francisco León López (Francisquito)




Compañero de estudios, vocalista en las navidades, amigo sobre todo. Fuerte, rubio, con el cabello muy rizado y sus gafas de intelectual, Francisquito era un gran tío. Compartimos muchas vivencias en la Escuela del Maestro, en algunas celebraciones, en casa de sus padres. No salía mucho a la calle, salvo para acudir a la Escuela, y en las Fiesta Navideñas y de Semana Santa. Recuerdo los muchos momentos que pasamos en su casa, con su abuela y padres. Antonio, el padre, me quería como a un hijo. Sentados en la mesa camilla, en sillas de anea y con brasero de picón, nos reuníamos con relativa frecuencia. Hablábamos de todo, pero los temas de conversación más recurrentes eran los estudios y la caza. A los dos,  padre e hijo, les encantaba la actividad cinegética. Aunque creo que más que la caza por sí misma, lo que les cautivaba era hablar de escopetas, liebres, perdices, zorzales. En definitiva, de todo aquello que conlleva este tipo de actividad y la rodea.

Francisquito tenía una escopetilla de aire comprimido. Muchas veces, cuando teníamos un rato libre, salíamos al corralón de su casa y disparábamos a cualquier cosa. En muchas ocasiones, para reproducir una caseta de las de “tiro al blanco” de las ferias, colocábamos palillos finos sobre una superficie lisa, horizontal.

Los poníamos perfectamente alineados y los sujetábamos con pinzas de la ropa.  Una vez terminada la tarea de colocación, comenzábamos nuestras prácticas, con las que disfrutábamos mucho. De los disparos que hacíamos, unos impactaban en la pared, otros, muy pocos, rompían el palillo y los demás destrozaban la pinza, que debíamos esconder para que su madre no se enterara de la travesura, o simplemente la derribaban merced al aire del plomo, que pasaba rozándola. 

 
En las Navidades solía salir con la zambomba. Todos los amigos nos reuníamos con él y recorríamos algunas calles de nuestro querido pueblo para tocar, cantar y alegrar los oídos de nuestras "víctimas". Francisquito tenía la voz muy fina y bonita. No se cortaba nada a la hora de lucirse. Era el vocalista del grupo y lo hacía con un sentimiento, unas ganas y un saber cantar que despertaban admiración: “¡Qué bien canta!”,  era una de las lindezas que le dirigían.


Lo vi por última vez en Sevilla, en la entrada al recinto ferial por el acceso del puente de San Telmo. Me quedé muy gratamente sorprendido. Después de tanto tiempo sin vernos, aquel encuentro fortuito e inesperado de los dos en el mismo sitio y a la misma hora, me dejaba vivamente emocionado. Me dijo que trabajaba en Correos y  que vivía por la Puerta Carmona. Quedamos en vernos en otra ocasión, ocasión que nunca llegó a presentarse, como suele ocurrir cuando los encuentros no se programan y el trabajo y la vida nos lleva por otros derroteros. 


Un día, una de mis hermanas me comunicó la triste noticia de su fallecimiento.  Por ella supe que se había casado y que había dejado huérfano a  un niño pequeñito. ¡La vida sigue!, me dije y ¡la muerte no para de hacer su trabajo!

En la Parroquia de Luque, el día de la comunión de mi sobrina Reyes, me encontraba  yo en un lateral junto a una columna y sentí una mano en mi hombro. Era la mano de Antonio, el padre de mi amigo. Supo que yo me encontraba allí y fue a verme. Nos dimos un fuerte abrazo y no pudo contener su emoción. Lloró desconsoladamente. En la puerta, me relató todos los pormenores de la temprana e inesperada muerte de su hijo, de su único hijo.  Quedé con él en visitarlo tras la celebración. Y así fue. Estuve con ellos, con Antonio y su esposa tomando café.

 Ya no vivían en la misma casa, en aquella casa, que me fue tan querida y familiar en mi  niñez, sino en otra de la Calle Alta, situada enfrente de la anterior. Con ellos pasé uno de los momentos más emotivos que he vivido en mi vida. Estaban hechos polvo, destrozados. Antonio, entre sollozos, hablaba de su nieto y se le iluminaba la mirada,  trasvasando  a él todo el amor que sentía por su hijo. Su nieto era su esperanza y el refugio del amor hacia su hijo. Mientras hablaba de él, se le iluminaban los ojos de alegría por poder concentrar todo su cariño en alguien a quien podía abrazar, el hijo de su hijo. Pero el dolor por la ausencia de su amado Francisco terminaba por reaparecer.  La angustia volvía a embargarle otra vez. De la madre solo puedo decir que sentía lo que su marido, quizás más. Antonio era el que hablaba, hacía planes para el nieto, ponía todo su ser en aquello que decía, que vivía y que, en seguida, le volvía a fallar, cuando regresaba a la penosa realidad, ante la que se sentía impotente.

La despedida fue dolorosa para ellos y para mí. Yo debía regresar a Córdoba y Teruel, porque, la vida seguía. Pasó el tiempo y pregunté por los padres de mi amigo, y supe que habían muerto. Sentí dolor por el dolor que padecieron ellos pero, a la vez, también un sentimiento de paz, de tranquilidad. Antonio y su mujer hacía ya mucho tiempo que habían muerto. La muerte de su hijo los dejó "sin vida". Y ahora les había llegado el momento de descansar de su enorme pena. El tiempo que aguantaron vivos fue solo una forma de estar en este mundo, pero no vivían, ya que el dolor por la ausencia de su amado hijo les arrebató su alegría y su razón de ser.


Rafa Ortiz León (Rafa el cortijero)


También compañero de fatigas (estudios), fue otro de los amigos que dejaron en mí una gran huella. Son muchos los momentos vividos en casi todos los lugares, ya que íbamos a casi todos los sitios juntos. Por esta razón,  las experiencias son más variadas.

Como sería una tarea inabarcable el tratar de enumerar los recuerdos, optaré por seleccionar los más vivos, obviando los relativos al estudio.




En realidad Rafa y yo, junto con Toleo, el Rubio, Antoñín el mellizo y otros, recorrimos casi todo el término municipal de Luque y parte del “extranjero”, incluida la Cueva de los Murciélagos, Zuheros pueblo, Estación…, y todo lo que quedase a nuestro alcance.)

. En San Isidro era ya una costumbre ir a Marbella, aunque, en realidad, las excursiones a ese paradisíaco lugar las repetíamos con mucha frecuencia.  No hacía falta que se celebrara nada especial, ni que hubiera romerías programadas. Para nosotros cualquier momento era bueno  para recorrer el camino, parar en la Cruz y corretear por todo el entorno hasta llegar al nacimiento.


Sin embargo, las vivencias con mi amigo Rafa, se centran más en su ámbito familiar, en su casa. 
Allí pasamos muchos y muy buenos momentos todos los “camaradas”, ya que podíamos gozar de mayor libertad, que no libertinaje, para despistarnos un poquito más de la cuenta. Me refiero a la vigilancia de nuestros padres.  A pesar de que no se trataba de una libertad absoluta, nos resultaba más que suficiente para alargar nuestros momentos de ocio, tan buenos, tan divertidos. En casa de Rafa nuestras actividades habituales se reducían a dos. Una consistía en bajarnos al patio, al lado de las cuadras, donde nos pasábamos los momentos practicando el tiro con una escopeta de aire comprimido. Otra actividad era la de jugar a las cartas en una salita de su casa, que se encontraba a la entrada.

Nuestros juegos favoritos y repetidos eran el  tute de 8, el tute de 13, el “subastao” y  la ronda. Nos solíamos reunir 3 ó 4. Casi todos fumábamos, tanto, que, a veces, para conocer la carta que llevábamos, teníamos que soplar para despejar el humo: la visibilidad era casi nula. El olor a tabaco quemado era tan intenso que lo impregnaba todo: el pelo, la ropa, la mesa camilla, las cortinas, las sillas. Cartas y tabaco, sólo eso. Rara vez bebíamos algo. Allí pasamos muchos momentos agradables, distraídos, divertidos, sanos en suma, aunque parezca una paradoja, dado el alto nivel de alquitrán, que pululaba por la atmósfera. A veces el concepto de sano va más allá de lo que creemos.


Terminamos el Bachiller Elemental y Rafa se fue a Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Allí estudió el Bachiller Superior. Nos vimos en alguna ocasión cuando yo iba de vacaciones. Más tarde, una vez que mis padres se fueron a Córdoba, nuestros encuentros fueron más espaciados y esporádicos.

 Pasados ya algunos años, una de mis hermanas me dijo que Rafa le había preguntado por mí y que le había manifestado su deseo de verme. En diciembre de ese año, cerca de Nochebuena, allá por el 97 ó el 98 (no recuerdo bien), aproveché la visita que hice a mi familia y me puse en contacto con él. Quedamos en un bar llamado Niza, en la Plaza Costa del Sol de Córdoba. Era de noche. Él llevaba una gorrita con visera y huelga decir que nos alegramos inmensamente de volver a vernos. Tomamos una bebida caliente, quizás fuera un café y una infusión; las bajas temperaturas así lo aconsejaban. Yo bromeé diciéndole que se me estaba cayendo el pelo y Rafa, sonriendo, se levantó un poco la gorra y con un gesto  más que elocuente, me indicó que él se había liberado ya de la tarea de peinarse.

Paseamos por la calle que comunica la plaza  Costa del Sol con la Avenida del Parque y, durante el trayecto hicimos escala en algunos bares para tomar unas cañas. Estuvimos  recordando viejos tiempos, y  hablamos también de nuestra vida profesional. Aquel encuentro con mi amigo fue un momento entrañable, querido. Al despedirnos, quedamos para vernos en mayo, quizás para la Cruz y los Patios. Lo acompañé hasta la entrada a su calle y allí fue donde lo vi por última vez. En el mes de abril, cuando preparaba mi viaje a Córdoba, llamé a una de mis hermanas para que le avisara y le comunicara la fecha de mi llegada a nuestra bella ciudad. La respuesta de mi hermana me dejó petrificado: “¿Rafa? si Rafa murió ya ¿no lo sabías?”.


¡¡No puede ser, eso no puede ser, pero si hemos quedado para primeros de mayo!! Así,  me enteré de aquella terrible pérdida.

Dramática la noticia y dolorido mi sentir. Entonces comprendí por qué Rafa me buscó, por qué quería verme. Y comprendí también el porqué de su precoz alopecia y aquel gesto suyo,  sereno, sonriente, emocionado, que sonaba a despedida. Mi querido amigo Rafa se estaba despidiendo de mí, sin hablar de su enfermedad, ni de sus temores. No quiso  nublar aquel momento tan  cálido, tan hondo, tan afectivo, que compartimos juntos.

Descansad en paz, amigos, mis “camaradas", mis compañeros. Allá donde os encontréis,

                                               "'a' las aladas almas de las rosas... 
                                               del almendro de nata 'OS' requiero,: 
                                               que tenemos que hablar de muchas cosas, 
                                               'COMPAÑEROS' del alma, 'COMPAÑEROS'”. 
. 







martes, 14 de mayo de 2013

El pretendiente: una experiencia muy fatigosa






En Luque, donde pasé la parte final de mi infancia, toda mi adolescencia y los primeros años de mi edad adulta, uno de los objetivos de cualquier joven que se preciara, era el  de buscar novia. Este objetivo se convertía la mayoría de las veces en un proceso muy fatigoso. Así me lo parecía a mí entonces cuando fui testigo de “la experiencia del pretendiente”.

Nuestra educación nos había modelado el espíritu de manera que éramos muy "alicortos", cargados de prejuicios y con una sobrecarga enorme de responsabilidad. ¡Demasiada! 

Cuando escribo responsabilidad, sé perfectamente lo que digo. No podemos perder de vista que los pueblos pequeños están habitados, en su mayor parte, por familias, que de un modo u otro están emparentadas entre sí, aunque aparentemente puedan ignorarse. Este hecho conlleva a que la ruptura de un noviazgo pueda acarrear la misma ruptura entre los miembros de la familia y de los amigos. Por esta razón, había que meditar bien el paso que se iba a dar. Pisar en falso no siempre se perdonaba en un pueblo pequeño de aquella época. De aquí que “el pretendiente” se sintiera muy inseguro y atemorizado cuando le tocaba acometer la empresa. Recuerdo con una nitidez diamantina la tarea fatigosa de echarse novia, como si tuviera la escena presente. Así lo viví y así os lo cuento.


"Al atardecer de un día cualquiera, en las cuatro esquinas,  nos encontrábamos unas treinta personas, entre las que abundaban  labradores y hombres del campo en general. Mi carácter sociable y mi curiosidad innata por conocer la vida y sus gentes me llevaban a tener amigos de todas las profesiones y, sobre todo, de lo que más  abundaba en el pueblo: el noble y duro oficio de labrar la tierra. Además me gustaba bromear y hablar con personas  mayores que yo, con las que también compartía el divino deleite del “néctar divino, al que llaman vino/, porque nos vino del cielo”, al que con generosidad me invitaban dada la escasez de recursos económicos de los jóvenes estudiantes de otrora, el quinto escalón de la escala social, según la singular división que mis compañeros y yo habíamos establecido para nuestro pueblo: Los más pudientes, los comerciantes, los funcionarios, los menos favorecidos y los estudiantes.

Ese grupo, que ocupaba totalmente el espacio en la confluencia de dos calles perpendiculares  a la Carrera (Marbella y Villalba), entre la fuente de la Aurora y los bares, era una aglomeración de personas de distinto nivel, condición y edad. No eran extrañas estas agrupaciones de personas. Solían ser corrillos habituales de aquel paraje. Era un día laborable como podía deducirse de nuestra indumentaria. Íbamos todos vestidos de diario, con ropas normales de un día normal de trabajo, aunque la más característica era la de los labradores. La gente del campo vestía trajes de tela basta de color gris y con gorras de visera del mismo tono. Me gustaba verlos con un cigarrillo de "cardo gallina" o celtas, pegado en la comisura de los labios, apagado.  Solían tener el mechero en una mano y dejaban pasar mucho tiempo en esa posición, moviendo el mechero al compás de la conversación, sin prisa alguna por encenderlo. Esta actitud provocaba en mí una inquietud y una desazón desmedidas. ¡En mis manos no hubiera durado el cigarro apenas unos segundos! Mi ansia por fumar era desmesurada en aquellos años de mi juventud.






En el grupo, había alguien que destacaba, porque se salía de lo normal. Se trataba de  un mozuelo joven, de entre 18 ó 20 años, que vestía una ropa elegante, más propia de domingo y fiestas de guardar. Iba ataviado con una chaqueta, un  pantalón recto, muy bien planchado, y con una camisa de “popelín” y corbata de seda. Todo ello rematado con unos magníficos y relucientes botos de Valverde del Camino que, cuando andaba, producían un sonoro y acompasado “toc, toc, toc”, sonido que hacía enmudecer los murmullos de la conversaciones. Se notaba por su indumentaria y su forma de conducirse que aquel día, aunque laborable, era muy especial para él. Mi connatural sagacidad, disculpad mi falta de humildad, me hizo pensar que se trataba de un pretendiente preparado para iniciar una relación de noviazgo. Y no me equivocaba.

En medio de nosotros,  se movía nervioso, y la nuez le subía y bajaba de forma incontrolada. Era evidente que, cerca de allí, debía tener los "güitos". No hablaba con  nadie. Fumaba un cigarrillo, y a la segunda calada, lo tiraba al suelo y lo pisaba, para sacar el paquete de nuevo y volver a  encender otro. Entraba frecuentemente en el bar de Ricardo y se pegaba un buen "campanazo" de vino. Cuando lo tragaba, alargaba la cabeza sacando cuello, como si quisiera que aquel líquido le durara más tiempo entre la boca y la garganta, como si quisiera alargar el trayecto. En realidad, quería alargarlo. Y, como la intranquilidad hace milagros, bebía una y otra copa, y estaba tan fresco. No acusaba los efectos. Parecía, incluso, decepcionado con el vino, ya que no sentía su poder desinhibitorio. Era como si bebiera agua.

Poco a poco la tensión empezaba a subir y el pretendiente a boquear, como si le faltara el aire. Lo mismo que un pez fuera del agua. 

Entre los testigos allí reunidos se oía la voz de algún "experto",  dando consejos sobre cómo abordar a la pretendida. 

- Lo que no tiene que hacer es ponerse nervioso, porque entonces la ha "jodío”.

Era lo que le hacía falta oír al protagonista. Cuando captaba esa frase, se ponía blanco, como si lo hubieran "encalao". 

Se escuchaba entonces a otro aguafiestas, echando más leña al fuego.

 - Hay que saber piropearla. Se le dice: "Señorita, tiene una cara que parece un ángel…,
tiene dos ojos como dos luceros", etc. 

Y yo totalmente “acongojao”, me preguntaba: "¿Todo esto hace falta para echarse novia? Entonces, yo no me caso. No estoy dispuesto a pasar por este trance. Si no soy capaz de abrir la boca, ¿cómo podría decirle a una mujer todas esas lindezas?”

A medida que pasaba el tiempo y  llovían los consejos, al pretendiente se le ponía peor cara. Blancuzco-ceniciento, con ojos de cordero abochornado, y un nerviosismo que rozaba el paroxismo, daba la impresión que podría fenecer en un instante. Si hubiera podido, habría materializado ese deseo incontenible, que se le adivinaba,  de cambiarse por cualquiera de nosotros. Sin embargo, parecía tener "repelente”. Cada vez que miraba o se acercaba a alguno de los grupos, huíamos como cucarachas cuando se enciende la luz. Se veía solo, desamparado. Pero lo peor aún estaba por llegar.

En un momento dado, los murmullos se apagaron de pronto. El protagonista miró con muy mala cara a su alrededor y trató de cerciorarse de que estábamos con la boca cerrada. Todos expectantes. El silencio era sepulcral.

De repente, todos miramos en una misma dirección, fieles a la mirada del pretendiente. Por la Carrera, a la altura de "La Campanilla", bajaba una guapa moza con un cántaro apoyado en la cadera. ¡Era el objetivo! Una voz de trueno, dirigida al futuro novio, se oyó  entre nosotros:

Que no se escape!

Sí, había llegado la hora de la verdad. Como los toreros, tenía que salir al ruedo. Nosotros, el público, no vivíamos; nos habíamos sentido tan solidarios que ese “sin vivir en mí” lo sufríamos en comunión.

Tuve la tentación de distraer mi mirada hacia otro lugar e incluso marcharme de allí, pero no podía huir en lo más interesante: "tenía que aprender de las desgracias de otros". Era mi escuela, la escuela de la vida.

Para la futura novia también suponía un trago muy desagradable. Cada vez se acercaba más y, a veces, parecía como si dudara en continuar hacia la fuente de la Aurora, o volverse a la seguridad de su hogar. ¿Qué pensaría viendo semejante muchedumbre "machuna" esperándola a ella? Para más inri, como no circulaba ningún coche, el silencio llegaba incluso a pesar, lo que hacía más dramático el momento, que era una pesada losa.

El pretendiente, por su expresión, anhelaba ser un pájaro cualquiera -aunque fuera un búho, un mochuelo, un zorzal - y escapar de allí. 

Ella llegó a la fuente y puso el cántaro bajo uno de los  caños. De reojo nos miraba y se notaba que se sentía incómoda. Una vez "cargada" de agua, volvió por el camino que la había llevado hasta allí. 

El pretendiente le dio unos 30 metros de ventaja, y entre las palabras de ánimo de unos y las frases "alentadoras" de otros, como “¡este no tiene cojo..!", lo impulsaron hacia su futuro como padre de familia. 

La que iba a ser su novia caminaba despacio pegada a la pared de la acera.  El punto del abordaje tuvo lugar a la altura de la panadería de Cuenca. Ella, que intuía o sabía de qué iba la cosa, ladeaba fugazmente su cabeza hacia la izquierda, esperando ver a su príncipe azul, ahora más bien rojo por el sonrojo, que asomaba al rostro del pretendiente. Empezó un forcejeo verbal.

- "Esgrasiao”, déjame en paz, que no quiero novio.

Y el otro tiraría de memoria y la obsequiaría con todos esos piropos aprendidos de los expertos en el foro “cuatroesquinero”, porque continuaba a su lado sin darse por aludido. Y de esta forma,  se cumplía  todo lo previsto en el ritual para ese tipo de acontecimientos.








El cálculo estaba hecho para formalizar una relación sentimental antes de irse a la mili, bien como voluntarios o quintos. 

Durante la ausencia,  el contacto se mantenía por carta. Recuerdo haber escrito alguna de amor por encargo. Su contenido era de lo más inocente que se pueda pensar. Las cosas "picantonas" las dejarían para sus momentos de intimidad. Me querían pagar, pero nunca acepté dinero. Con una copita de fino me conformaba. Me gusta el vino pero no abuso. Soy un simple pecador que tiene, como cosa rara, desear lo que desean otros "pecadores" ¡vamos, un luqueño más!, a Dios gracias.




Este es el final de una corta pero curiosa historia. El contraste de lo de hace mucho tiempo con la situación de ahora es brutal, pero me quedo con aquello. Aunque supuso privarme de momentos que entonces pensaba que no estaban a mi alcance, salvo si suicidaba  mi libertad. ¡Qué lástima!

El hecho de ir a recoger agua a las fuentes públicas, se debía a que en las casas no solía haber agua corriente. 

Cuando algo cuesta mucho ganarlo, normalmente se valora "mucho bien", como dicen aquí en Aragón.

Y como me viene a la memoria la serie de dibujos animados de aquellos años, titulada "Bugs Bunny (el conejo de la suerte)", acabo con su frase final de cada capítulo: "¡¡Eso es todo, amigos!!". Bueno, me refiero a esta publicación. Seguiré con otros recuerdos y espero que a la gente, que pueda recordar algo de lo que escribo, le traiga buenas sensaciones, reviva aquellos momentos. 

Zaragoza a 15 de mayo de 2013