jueves, 3 de octubre de 2013

Mis amigos de Luque (Parte 2ª) : Arroz con conejo



                                                         (foto de Javier Ordóñez)


    A veces, cuando llovía o iba a hacerlo, nos reuníamos en el ágora de las cuatro esquinas varias personas que, sin constituir un grupo, formábamos algunos corrillos para hablar de lo que fuera. El gris claroscuro del cielo reforzaba el color gris de la vestimenta que llevaban los labradores, ropa de tela  recia que, como imitando el tono de las nubes, no era un gris uniforme, apuntaba más al blanco-sucio, por unas zonas que por otras. Calzaban botas de cuero  fuerte tirando a un pardo amarillento, surcadas por mil arrugas profundas conseguidas a base de trabajo, de esfuerzo, de sacrificio, que solo podían valorar quienes se dedicaban a tan noble e insufrible trabajo.

    Me gustaban aquellas reuniones, y, cuando preveía mal tiempo y mis ocupaciones –estudiar- me lo permitían, me incorporaba como uno más.

    Los temas de conversación tendían al campo y, recurrentemente, a la caza. A mí no me apasionaba aquella actividad cinegética, pero disfrutaba oyendo las experiencias y buenas anécdotas, que contaban algunos.

    Pensando en aquellos momentos, me di cuenta del valor del vino fino cuando se trata de cambiar la percepción que se tiene de la realidad antes, mientras  y después de bebido. El vino libera el alma, desinhibe, pone alegre a las personas que lo consumimos, nos envuelve en un estado ideal, donde la imaginación toma el mando de nuestros controles, lo difícil parece fácil y lo que nos inspira miedo o algo de temor lo afrontamos de una forma más atrevida. A los pusilánimes los convierte en audaces. El vino, bien tomado, es algo milagroso, mágico, y para la conversación, un noble compañero.


                  (foto de Antonio Porras)



    Me he referido al vino, porque solíamos estar dentro o debíamos entrar al bar de Joaquín Cornetas  cuando llovía o comenzaba a llover. Esta parte de aquellos deliciosos momentos era la más interesante. Nos adentrábamos en un salón amplio que había al fondo a la derecha. Allí tenía la televisión y algunas mesas –veladores creo que las llamábamos. Nos sentábamos alrededor de alguna de aquellos tableros con patas y comenzaba o continuaba la cháchara de las liebres y los conejos, las perdices, codornices y todo bicho que se pudiera llevar a una sartén o perola.

    Estar en un bar y no beber es un contrasentido. Si ya la conversación era cada vez más ardorosa, apasionada, intensa y lo que queramos añadir, con una copa de vino acompañada de unas tiras finas de patatas fritas que nos servían junto a las consumiciones – una tirita por copa, que no hay que exagerar- suponía miel sobre hojuelas.

    Los relatos pasaban de ser algo exagerados a derivar en una fantasía que no tenía límites. Había como una competición para ver quién contaba la más gorda: “de un tiro maté 3 liebres”, “los zorzales los cogía al vuelo”, “la liebre aquella parecía un gamo de grande y de rápida, con un solo tiro me la cargué, y eso que el cartucho tenía la pólvora mojada…” En fin, ahora el que exagera soy yo, que  me creo, como dijera el Arcipreste de Hita, que “la senda es carretera como si fuera andaluz”. Y yo, sí lo soy.

    Recuerdo también con gran añoranza las numerosas caminatas  que los muchachos de entonces llevábamos a cabo por todos los parajes que rodeaban Luque. Siempre que teníamos tiempo, íbamos a algún lugar. Estos sitios cambiaban según la estación del año. Por ejemplo, era costumbre ir a comer allozas a partir de marzo (¡menudos dolores de barriga me daban!); al nacimiento de agua de Marbella en primavera, verano y otoño, o sea casi todo el año, siempre y cuando no coincidiera con los días lectivos, para realizar las más diferentes actividades, o sea, para disfrutar del verde paraíso que allí había. A finales de invierno, cuando los almendros en flor anunciaban ya la llegada de la primavera, se solía pasear por la carretera de Morellana o  por las Delicias. De este lugar conservo unos maravillosos recuerdos. Allí, después de recorrer el trecho que lo separa del pueblo, se divisaba  su imagen como si de una preciosa postal  se tratara - y es que lo era y lo será siempre-, llegábamos sedientos y bebíamos agua del pozo. Acostumbraba yo a tumbarme sobre la fresca hierba y bajo la sombra que había junto al brocal. Y sonaba en mi interior  la canción de “Los sonidos del silencio” de Simon y Garfunkel, por entonces de moda.





 Los paseos que dábamos hasta  Zuheros, la estación, las trincheras, en cualquier momento del año, son algo también inolvidable. En fin.... todo, lo andábamos todo. No hubo un palmo de terreno que no pisáramos, que no investigáramos, que no disfrutáramos. Sobre estas andanzas ya escribiré con más detenimiento. Ahora quiero contar algo inesperado, simpático y sabroso que nos ocurrió en una de esas aventuras, en este caso, una aventura épico-cinegética.


(Toleo, Rafa, Alfonsillo,Antoñín el Mellizo, yo y el Rubio)


    Un atardecer, nos reunimos Rafa Ortiz, Toleo, Alfonsillo, El Rubio, Antoñín el Mellizoy yo.  Decidimos subir a caminar por el Tajo. Nos encontrábamos dando trompicones por la falda de aquel escarpado monte de piedra pura, por el lado este, la cara donde el Tajo se mira en el espejo del Castillo. Ese castillo, que altanero se levanta sobre las lomas de la Subbética, dominando todo el territorio,  y que recibe cada mañana al sol, reflejándose en la lejanía, en la Laguna de El Salobral, unas veces colmada de agua, otras, seca, blancuzca y salina.  Así se veía desde el terraplén o desde el lado este de la alcazaba, por el ventanuco que da a la impresionante caída vertical de piedra berroqueña, muro inaccesible y sobrecogedor.

                         (foto de Cristóbal Poyato. www.cpoyato.com)


De cómo cazamos un conejo:

    El relato de aquella simpática y sabrosa experiencia se podría escribir en dos líneas. Sin embargo, como un texto tan breve no merece la pena  plasmarlo aquí, he recurrido a la ficción para ampliar y darle una nota de humor, según creo – aunque en algunos pueda producir el efecto contrario y se pongan a llorar como "Magdalenas". Objeto de ficción son “el director del grupo” y el diálogo que se produce cuando se diseña el modo de operar sobre terreno tan quebrado.



















(foto aérea del Tajo del Algarrobo de Google earth. Allá abajo, a los pies del Tajo, vivimos nuestra inesperada caza)



     Nos encaminamos hacia la falda este sin saber qué pintábamos allí, aunque, en principio, sólo pretendíamos caminar, no nos hacían faltas motivos. Luchando ante las dificultades  que suponía el transitar por aquel suelo cubierto de rocas salientes, piedra sueltas, matojos que pinchaban, la poca luz ambiente que iba desapareciendo de una forma muy acelerada, uno de mis compañeros se percató de que, tras una peñasco, se había movido una ramita que sobresalía. Entonces, otro de nosotros se erigió en director del grupo y con sus conocimientos comenzó a mover su batuta para que no desafináramos en la maniobra de ejecución y apresamiento del objetivo a batir. Su voz, grave, sonó y  estremeció nuestros oídos, e incluso las sólidas rocas del Tajo. Nuestra agitación por lo que podíamos coger y   las instrucciones que íbamos a recibir en un plis-plás, nos ponían a cien. El director exhibió sus profundos conocimientos y comenzó con el siguiente discurso, plagado de tecnicismos, pero exento de una elevada retórica, ya que ninguno de nosotros era descendiente directo de Séneca:



-         Antes de meter la pata, vamos a diseñar un plan de acción coordinada que, de forma meticulosa, deberemos seguir todos  ya que, si no es así, no estaría coordinada. ¿Enterados?

       Asentimos unánimemente ante aquella implacable lógica y  ya estábamos deseando cumplir al milímetro  todo lo que nos mandara.


                          - ¿Habéis traído las escopetas? – nos preguntó.
-                         - Sí, yo tengo  un tirachinas y piedras en los bolsillos.
-                         - Yo tengo una navajilla - añadió otro.
-                         - Y  yo tengo un paquete de celtas cortos con 3 cigarros y seis                          reales- respondí.

 Tras conocer el armamento del que disponíamos, el director de operaciones adoptó un aire de misterio,de jefe responsable, y con gravedad en el tono, nos dijo:

- Bien, ya veo que no nos hemos dejado nada en el tintero, que venimos preparados. Bueno,
pues …, ahora vamos a otra cosa, mariposa. Vamos a diseñar el plan:


-     1º.   Táctica a seguir
-     2º.   Despliegue
-     :   Andemos con cuidado no nos vayamos a escalabrar.
-    4º.  Hay que correr más que el bicho si es comestible y mucho más si es un bicho agresivo que trate de venir a por nosotros. Entonces tendremos que salir por piernas  para que no nos alcance.
   .  Espero que el que lo ha visto, no lo haya confundido  con su mano derecha, que está siempre rascándose la nariz y es probable que, al rascarse de modo inmoderado, agitado y rápido, crea ver dos orejas.


Una vez conocido el plan logístico y el despliegue y consejos, pasamos de inmediato a ejecutar la operación. Quedamos esperando el momento que nos indicara el Jefe. A su inesperado y repentino grito de “¡Ahora!", salimos corriendo en desbandada. Una vez repuestos del susto, nos desplegamos sobre el terreno avanzando cautelosamente- aunque el animal se tuvo que haber enterado de todo lo hablado, porque nuestra cautela dejaba mucho que desear. 


         




 Hicimos una maniobra envolvente y de repente, ¡Zas!,  un conejillo salió disparado del lugar donde se cobijaba. Nos sorprendió tanto que casi salimos corriendo y huyendo del gazapete. No obstante, recuperamos nuestra inquebrantable entereza y corrimos, pero sin mucha convicción, como pensando:   ”Si ese gazapillo se para y da la vuelta, ¿quién le va a toser?”.






Lo cierto es que no hizo mucha falta, puesto que el pobre animal peludo, corriendo como pollo sin cabeza, se dio un golpe contra una roca que emergía del suelo y se entregó.


Así cazamos a aquel desdichado animalillo. Fue la suerte y no nuestra habilidad como cazadores  la que nos llevó a hacernos con él, ya que el pobre, con el golpe recibido se quedó atontolinado. Había casi anochecido, hora apropiada para cenar arroz con conejo. Con nuestra presa  a cuestas,  nos dirigimos a la casa de Toleo. Allí, su hermana, una joven encantadora, nos preparó la comida. Una vez cocinado, quedó  delicioso. Conocí a su madre, una señora de aspecto delicado y bondadoso.



         Fue poco conejo para tanta boca hambrienta, pero el arroz estaba riquísimo. Nos supo a casi nada, aunque su sabor y el momento tan entrañable que pasamos degustándolo, fue algo imborrable. Y lo fue más no por la comida en sí misma, sino por la ocasión que se nos presentó de cenar  todos juntos sin haberlo planificado y por el bocado tan sabroso que representaba aquello, que la suerte nos puso de cara. En aquella bacanal de regocijo, pienso que se alegró hasta el conejillo, que tal vez  pudo pensar: “De caer en otras manos, en mejores bocas, ¡imposible!.




Zaragoza, 05 de octubre de 2013 (08:04 horas)

NOTA: 

He tenido la fortuna de saber quien era otro de los amigos que nos acompañaba cuando cazamos un gazapo. Además él fue quien lo cogió cuando el animal quedó inmóvil por el golpe recibido. 
Mi amigo "olvidado" era nuestro compañero de estudios Alfonso Molina Baena -Alfonsillo. La historia de la caza se desarrolló en "La Cuesta de Corneta". Compramos el arroz y nos preparamos para cocinarlo y comérnoslo, como se narra en el escrito publicado. 
Yo tenía claro que faltaba alguien y me pasó lo que suele pasar cuando una persona se encuentra en medio de un bosque: "Los árboles no me dejan verlo". 
Estas omisiones, olvidos, suelen ocurrir con mucha frecuencia, lo importante para mí  es que he podido incorporarlo al mosaico de fotos en el que aparecemos todos.
Espero que esta información y actualización sea la definitiva.