domingo, 11 de febrero de 2018

                                   
Los cines de Luque




                                         


 1. EL Paseo de Luque como antesala del cine: mis primeros pinitos como pretendiente: 




"Tiene cosas este loco, que no suenan a cordura pero que a loco tampoco"

(Por las radios de Luque salía la voz de un cantaor que me encantaba, creo que se trataba de Pepe Pinto)


Después de tantos meses sin aparecer por mi blog, voy a intentar publicar parte de las cosas relativas a mis años en Luque. Quizás repita algunas frases contenidas en otras publicaciones de “Cosas mías”, bueno será reescribirlas si me ayuda a concluir parte de lo que pretendo comunicar. Por ejemplo, recordar que, sobre lo que yo escribo, otras personas, especialmente amigos y compañeros de estudios en la escuela del Maestro, fueron testigos presenciales de lo que afirmo. Lo único que aporto es mi modo de contarlo, de redactarlo. La parte fundamental de mi adolescencia/juventud se desarrolló allí, me marcó para bien y para siempre. Con el paso del tiempo fui reflexionando sobre todo aquello que tenía guardado en mi mente. Con palabras de hoy explico lo que pasaba entonces y que, en muchas ocasiones, no entendía del todo bien.

Aunque lo haya hecho en escritos anteriores, no puedo dejar de recordar a Don Francisco Cañete López, ¡El Maestro del Algarrobo!, con quien adquirí conocimientos1 que en la vida me ayudaron muchísimo. Aquel Coloso tenía la sabiduría, el carácter y la autoridad para hacer que lo estudiado calara, como la lluvia fina, en mi dormido cerebro.

Los domingos eran días muy especiales para mí. Nada importante solía hacer, solamente que podía dormir lo que quisiera y levantarme a la hora que me diera la gana, o sea, lo que se dice y sigue diciéndose “dormir a pierna suelta2”. Solamente podía ponerle un “pero” y éste no era otro que todo el exceso de cama eran horas que acortaban aquel bendito festivo, dada mi entrega desaforada a Morfeo.

A las 12 del mediodía tenía que estar en la Parroquia o en Santa Rita, para oír misa. De que me vieran allí o no, dependía la asignación semanal que mi madre me entregaba religiosamente.

Los meses del campeonato nacional de Liga3, junto con Tista Barona (q.e.d) que, como ya he contado en otras publicaciones, tenía un transistor, subíamos a la explanada del Castillo. El Carrusel Deportivo comenzaba a las cuatro de la tarde. Utilizando los versos de Quevedo “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…”, en este caso yo sustituyo esos versos del escritor madrileño por estos otros apropiados a nuestra actitud de entonces ante aquel objeto: “Éranse doce orejas a un transistor pegadas, érase una oreja superlativa…”. Allí nos centrábamos en los partidos en juego.

 Era una gozada estar sentados en piedras, en la oquedad de la roca base del Torreón, o simplemente de pie. Nos daba igual, todo estaba bien porque lo importante era estar. Los demás días teníamos escuela y no había ningún hueco de 07:30 más o menos hasta las 19 ó 20, que eran las horas de horario escolar, para poder campar a nuestras anchas. A lo largo del día solamente podíamos disfrutar de dos descansos: por las mañanas sobre las 9:15, que era cuando aprovechábamos para ir a desayunar a casa, y al mediodía, sobre las 13:30, entonces tocaba ir a almorzar. La jornada continuaba hasta el anochecer.

No obstante, los domingos y fiesta de guardar el panorama cambiaba. Eran esos momentos los propicios y aprovechados para ver y relacionarnos con personas a las que no era frecuente encontrarse el resto de la semana.

Cuando bajábamos al Paseo, lo hallábamos lleno de gente. Aquel ambiente me gustaba mucho.  Encontrarnos allí con esas personas nos alegraba sobremanera. Yo creo que había gente de todos los barrios y calles. Si por entonces hubieran existido podómetros en los zapatos, podríamos saber cuántas decenas de miles de pasos dimos por mi querido Paseo, porque lo recorríamos una y otra vez sin apenas cansarnos. Entonces no había coches9, salvo unos pocos Seat-600; con esto quiero decir que las posibilidades de ir a Baena, Zuheros u otros destinos más o menos próximos, apenas existían, no teníamos medios. Por lo tanto, estábamos felizmente “condenados” a pasar nuestras horas de asueto en aquel poblado Paseo.

 Los que estudiábamos subíamos en el autobús una o dos veces al año para examinarnos en Cabra. Yo, gracias a la brillantez de mi etapa como estudiante, tenía garantizado los dos viajes: junio y septiembre.

Una vez que nos cansábamos de dar vueltas y más vueltas por aquel espacio abierto y con la boca seca por comer de forma insaciable pipas y más pipas con sal, íbamos a la fuente del Paredón a apagar la sed y, finalmente, de allí nos encaminábamos al cine. Era el mejor momento de la tarde/noche porque los pies nos dolían y teníamos ganas de sentarnos y prepararnos para ver la película que tocaba.




No siempre el acceso al cine se nos permitía, debido a que había películas para mayores, con diferentes calificaciones (“rosa, rosa con reparos, granate”, muchos colores subidos de tono, con los que se nos discriminaba por ser menores). Ya me extenderé más en otro escrito sobre este aspecto. Ahora me voy a detener en otro tema, relatando algunos momentos en los que yo, modestia aparte, fui protagonista de algo relacionado con el tema del amor, del enamoramiento, de todas esas cosas a las que aspirábamos pero no sabíamos gestionarlas bien en lo que a su inicio se refiere. Estas historias se desarrollaban en el Paseo además de en las fuentes, tema que ya publiqué en mi escrito “El Pretendiente” o en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. A aquella temprana edad no pensaba yo en compromisos de esa naturaleza. Mis compañeros, por lo que conocía de ellos, si tenían inquietudes de ese tipo, no las manifestaban ni las hablábamos, lo que no significaba que todo aquello nos dejara indiferentes. Cada uno, por su propia cuenta, tenía su propia valoración, gustos y tentaciones.

Recuerdo que comencé a recibir “lecciones de ligoteo” con unos 15 ó 16 años. No es que pensara recibirlas, es que, como hablaba con gente de más edad que yo, frescos o con dos copas, de modo desinteresado y gratuito me daban conferencias sobre las diferentes técnicas para conquistar a alguna fémina, para piropearlas, principalmente. Con aquellas lecciones bien aprendidas, comprendí tiempo después que me habían dado gato por liebre. Las personas con las que manteníamos este tipo de charlas, en algunas ocasiones y como resultado de estar “el conferenciante” algo pasado de fino, soltaba por su boca, como los grifos de su fuente, agua salobre de pozo, en vez de agua clara del manantial de Marbella. Fantaseando con lo que no conocían, trataban de embaucarnos y a veces lo conseguían.  Éramos unos pardillos.

La ingesta de vino era muy recurrente. Pero no quiero dar la impresión de que había que emborracharse para echarse novia. El alcohol en poca cantidad puede ayudar a superar cierto nivel de timidez. Si se abusa de él, puede resultar contraproducente.

Yo voy a contar lo que viví y lo que presencié y, como conocedor de la técnica empleada por entonces, sentí temor de verme situado en el lugar del actor que trataba de camelarse a la mozuela objeto de su pasión.

Las costumbres de aquellos tiempos eran más bien restrictivas y lo de tontear, así como si tal cosa, no valía. Por eso, creo yo, la rigidez a la hora de afrontar una situación de ese tipo paralizaba a unos más que a otros. Había gente con desparpajo y naturalidad que lo intentaban sin que le temblaran las canillas, pero a otros la tarea se le hacía más ardua. Sea como fuere, casi todos nos casamos y no tuvimos que pasar por ningún momento “de tensión inicial” amorosa.


Mi amigo PiA y el Sostenedor de Cestas (yo)




Mis amigos eran numerosos. Unos estudiaban, otros trabajaban en el campo, otros se dedicaban a otras actividades, en fin, que estaba siempre muy bien acompañado por jóvenes del pueblo. Obviamente con los que tenía más contacto era con los compañeros de La Escuela del Algarrobo, especialmente con los de mi curso.

A PiA estoy seguro de que lo conocí en el bar de Ricardo y debió ser por allá la Semana Santa de 1961, recién llegado yo a Luque. Entrando en aquel establecimiento, a la derecha, había una salita con un futbolín, y, mientras veíamos las partidas que se jugaban, trabamos amistad. Por aquel tiempo, llevábamos pantalón corto, por lo menos yo. (Anda que no me picaba nada cuando mis flacas piernas rozaban las ortigas. Sentía un picor tan intenso que me rascaba con mucha rabia. Me daba un gusto casi lujurioso, tanto que, al pasar mis ávidas uñas contra la zona afectada, deseaba arrancarme algunas lascas (media pierna por lo menos).

Pasaron unos años y PíA y yo continuamos con nuestra amistad. Tomábamos de tarde en tarde alguna copichuela de vino, como solíamos decir. A mí me encantaba esa palabra “copichuela” y me gustaba aún más lo que contenía cuando nos llenaban la copa.

Debía de tener unos 17 años, quizás algo más, cuando un día en el que nos encontramos lo noté muy animado. Me habló con una convicción que hasta entonces yo desconocía porque no la había mostrado antes. Algo lo había cambiado para bien; tal vez se tratase de un trastorno de esos que suelen aparecernos a veces. Me llamaba la atención porque él no había tomado aún ni una gota de néctar divino; algo desconocido le proporcionaba una energía tipo gasolina súper 98 ó más. Esa desenvoltura me asombró. No lo veía yo muy normal.En otras ocasiones, hablábamos con menos entusiasmo.

¿Qué te pasa, Pío, que pías tanto? Era la pregunta que me hacía para mis adentros. Me intrigué y como yo era muy intuitivo5, comencé a inquietarme y me dije: “Mi amigo quiere algo de mí”. ¿Qué será? Creo que entramos en el bar de Joaquín C., allá en las cuatro esquinas y nos sentamos en el salón donde tantos ratos pasé en mi juventud por muchos motivos, todos buenos. Y allí se confesó.

Sentados y con sendas copas de fino, comenzamos a hablar sobre ¡Dios sabe qué! ¿Quién se puede acordar? Pero lo que no he podido olvidar fue cuando, a la segunda o tercera copa, Pío pió.


- Luis, pretendo a una mozuela ¡Necesito tu ayuda!

 Casi me da un vahío, un desvanecimiento. Entonces comprendí su entusiasmo y su táctica de buscar en el alcohol el modo de atreverse a pedirme que le echara una mano. Se me pusieron los pelos de punta y pensé algo muy parecido a ¡Tierra, trágame! Pío se estaba encontrando muy a gusto, cada vez más a gusto, el brillo de sus pupilas lo delataban. Me pintó un panorama tan idílico que yo, con algo de vino en mi cuerpo, me fui convenciendo de que aquello iba a ser fantástico. Con tres copas de vino más llegué a desear estar en ese momento al lado de la que iba a ser mi “cesta”.

Mi amigo prosiguió con sus explicaciones:

- La mozuela que me roba el corazón se llama X, sale al Paseo los domingos por la tarde, pero va acompañada por otra que se llama Y.

Aquello parecía una ecuación de primer grado con dos incógnitas, o sea, para mí un problema ¡Con lo malo que yo era para las matemáticas!

De esta manera, acordamos llevar a cabo un plan urdido de una forma atropellada, como con prisas. Yo no era muy dueño de mí porque mi éxtasis, debido a Baco, estaba en el punto más alto de la curva. Quedamos encantados y nos fuimos a comer.

Cuando ingerí alimentos y los vapores del vino se desvanecieron, mis pies se pusieron sobre la tierra y me acongojé, me sentí mal, me arrepentí, me cabreé, en fin, me convertí en un desdichado que había sucumbido a unos tragos de vino. En la conversación Pío me había dicho que el primer “asalto” sería el domingo siguiente. Nadie puede imaginar lo cortos que se me hicieron los días, ni lo que deseé que lloviera a mares, cayeran rayos y truenos, que sucediera algo que me librara a mí de cumplir tan ingrata promesa, algo gordo pero que no perjudicara a nadie ni fuera irremediable. Cortos se me hicieron no porque fuera algo bueno lo que esperaba, sino por todo lo contrario.

Y llegó el tan temido “día de autos”. Sobre las cuatro y media o cinco de la tarde, nos encontramos en el bar de Barrigueto. Ambos teníamos cara de difuntos. Pedimos dos medios de “Fino Perico” (10 reales costaba cada vaso). Refugiados entre el vino y el tabaco, esperábamos que el Paseo se fuera poblando y, a través de la puerta semiacristalada, mirábamos continuamente para comprobar si las dos mozuelas llegaban al citado lugar.(Bueno, yo lo hacía con los ojos cerrados porque, en realidad,no quería ver nada de nada.Llegué a desear ser incluso un grajo para salir volando y escaparme de aquel compromiso contraído.)



Seguíamos bebiendo ¡Aquello fue un milagro! Al contrario que Jesús que convirtió el agua en vino, nuestro metabolismo convertía el vino en agua. Mientras más bebíamos, más frescos y lúcidos estábamos. Pero acabó llegando el inquietante momento en que tuvimos que salir del bar e incorporarnos al Paseo. Temblores incesantes se habían apoderado de nuestros acongojados cuerpos y así, como si tuviéramos “el mal de San Vito”, nos adentramos en aquel recinto. Entonces las vimos. Allí estaban, paseando sus cuerpos serranos entre la concurrencia. Decidimos darles o mejor dicho, darnos, dos vueltas de ventaja, debido al canguelo que teníamos, y, cuando llegó el momento de la verdad, nos colocamos detrás de ambas y, tiesos como el palo de una escoba, procedimos a ocupar los extremos. Ellas, sorprendidas, se estrecharon una contra la otra de manera que yo creo que solamente veía un solo cuerpo, como si se hubieran fusionado. No paramos, íbamos al mismo paso y cuatro narices rectas se encaminaban hacia el Ayuntamiento. Me sentía muy violento y apenas tenía valor para ladear mi cabeza hacia la derecha y observar si mi amigo se estaba camelando a su amada. Y allí estaba,¡callado como un muerto! No decía nada, iba peor que yo. ¡Así no se podía ligar!





Por entonces no habíamos oído hablar de la “Ley de Murphy”, donde uno de sus artículos dicen que dice: “Si piensas que una cosa irá mal, la realidad te dirá que fue a peor”. Digo esto porque “mi cesta”, mientras subíamos una vez más hacía al Ayuntamiento, se agarró con todas sus fuerzas al brazo de su amiga y tiró de ella en una trayectoria oblicua hacia la izquierda. Yo enseguida me di cuenta de lo que pretendía: quería pegarse al murete interior del paseo de manera que yo me quedara atrás, o más adelantado. Y lo hizo. Y yo, que no había dicho ni “mu”, ni lo dije, me subí al citado muro. Como el estar allí arriba me colocaba en una posición más destacada, en vez de pasar desapercibido, quedé expuesto a la vista del público en general y a sus valoraciones. Quizás pensarían: ¿Qué le pasa a ése?, ¡qué cosas más raras hace! Me incliné hacia adelante, adoptando la forma de una alcayata, y fue mucho peor. En fin, que, pasados unos metros, me bajé del murete y fui a mi aire. Creo que mi amigo también se separó y los dos juntos abandonamos nuestras posiciones.No volví a intentarlo. No hubo segundas partes. La empresa había fracasado.

A mi enamorado Pío lo conocía por un sobrenombre, pero, pasado el tiempo, lo confundí con otro que era como Jerónimo, pero con una sílaba menos.

Sin embargo, muchos años después, mientras tomaba café con un colega que era granaíno, comimos un trozo de torta de nueces. Alababa yo aquel delicioso dulce cuando me preguntó si había probado los Piononos. Le pregunté, de broma ¿No me digas que en Granada os coméis a los Papas de nueve en nueve?5

Un día al regreso de uno de sus viajes a su tierra, me llevó una cajita con 6 pastelillos de aquéllos. Cuando escuché de su boca la palabra “pionono” fue como si en mi cerebro hubiera recibido una notificación, un guasap6, alertándome de que algo había en mis pocas neuronas que se conmovieron, pero no supe descifrar su significado por entonces, más bien me preguntaba ¿Por qué me resulta familiar ese nombre? Hasta que se me encendió una bombillita y comprendí que en ese nombre de dulce tan delicioso, pionono,  estaba expuesto claramente el apelativo de mi buen amigo. Vivía en la calle “PraO”, cerca de la escuela de don Emilio Porras.

Me gustaría hablar con él porque espero que siga vivo y poder recordar aquellos momentos de “lujuria” y “pasión desmedida” con los que debía soñar. Sentí no haber podido ayudarle pero, ¡quién sabe!, lo mismo le vino hasta bien aquel pequeño/gran fracaso, aunque el mayor fracaso me lo atribuí yo, porque no pude ayudar lo suficiente para que aquella experiencia diera sus frutos y se consolidara. Quizás se las arregló bien y su sueño se hiciera realidad. No lo sé.

En cuanto a la mozuela que yo cortejé, si se puede decir de esta manera, olvidé su sobrenombre. Como en la vida todo está relacionado, aunque no lo parezca, años más tarde comencé a oír una canción de un grupo que se llamaba “Los Chunguitos”; se titulaba “Mañana”. Me encantaba escucharla y quise hacerme con música de tan estupendos artistas. Un día compré una cinta de casete con sus canciones; entre otras estaba “¡Dame veneno!” y fue cuando caí en la cuenta de cómo se apodaba mi querida “cesta”. Si vive y recuerda esta anécdota, me haría feliz. También le pediría disculpas por el mal rato que, tal vez, pasó aquella tarde teniendo a un “poste” a su lado, aunque es posible que ni se acuerde ya.


A pesar de las experiencias de otros y de la que yo mismo tuve tratando de ayudar a Pionono, también intenté hacer mis pinitos en este asunto tan natural, atractivo e interesante y también, algo embarazoso, por mi cuenta. A mí por instinto y natural tendencia,las mujeres –mozuelas por entonces- me encandilaban, y, como dice el refrán: genio y figura, hasta la sepultura. Sabina, cuando dice en uno de sus versos: “el agua apaga el fuego y al ardor los años…”, describe la transición de lo mucho a lo poco o a la nada, pero en aquella época de esplendorosa y ardiente juventud, el fuego licuaba las rocas.

Entre las féminas que conocía había una que me hacía tilín. Era un sentimiento más acentuado de lo normal en lo que a atractivo se refiere. Por entonces, se utilizaba mucho la expresión tener “ángel”. “Tener ángel” no solamente se refería al tema amoroso, era más genérica aquella expresión: caer bien, tener algo especial… Y aquella mozuela tenía para mí algo especial.

Después de lo vivido en pos de ayudar a mi amigo Pío y, a pesar del fracaso de aquella intentona y de tomar consciencia de mis limitaciones para “conquistar” a nadie, más adelante decidí buscarme la vida yo solo para conseguir “conectar” con una posible media naranja. Pensando en la muchacha que me hacía tilín, decidí diseñar un plan que me permitiera entablar una conversación, un inicio de relación para conocerla de un modo más personal, más estrecho, más romántico.

¿Cómo iba a llegar a aquello si ni siquiera había hablado con ella?
Consideré la opción de los estudios, ya que ella estaba en Bachillerato. Yo lo había terminado dos o tres años antes y quise valerme de mis pobres conocimientos con el fin de abrirme un camino para llegar a su vera.

No recuerdo con exactitud la conversación que serviría como introducción para conocer mis posibilidades. Siempre fui un desastre y por muchas vueltas que le diera a mi cabeza no se me ocurría nada bueno, quiero decir nada atractivo. En fin, que sabiendo que los domingos por la tarde mi posible amor acudía al Paseo acompañada de una o dos amigas, pensé en la forma de abordarla y decidí actuar.

Una tarde de domingo, estando con mis amigos, la vi llegar acompañada de otra muchacha. Me quedé sin respiración y toda la determinación que tenía se me vino abajo. No obstante, decidí tocar  un tema sobre matemáticas (muy romántico para empezar) y, tras darle unos metros de ventaja, me acerqué a ella y después de saludarla con un apenas perceptible “hola” ( no recuerdo si me contestó algo), me fui al grano sin ambages, diciendo algo parecido a lo siguiente:

-¿Sabes que en el triángulo de Pitágoras a2 = b2 + c2?

Me miró con una cara de sorpresa que yo no sabía si la había impresionado o, tal vez, horrorizado. Pensé en lo segundo.

-¿Sabes que a y b son catetos y c la hipotenusa?



Ella musitó algo que yo interpreté como “¡Tú sí que eres cateto!”
Proseguí mi “conferencia” y diría algo como que Pitágoras quería explicar el cosmos a través de los números. Vi su cara, como miraba a su amiga y se reían. Yo me di cuenta de que no era algo muy del agrado de ella ni apropiado para la tarde de un domingo que se conocía como “fiesta de guardar”. Lo más seguro es que pensara de mí que era un aguafiestas. El único que habló allí era yo. Dando el silencio como un fracaso, me despedí quizás diciendo: “Voy a comprar tabaco o pipas, o algo”, lo que fuera con tal de desaparecer.


La segunda intentona fue parecida, pero, en lugar de echar mano de las matemáticas, lo hice con un poema que seguramente fue el siguiente:
Amarrado al duro banco de una galera turquesca, ambas manos en el remo y ambos ojos en la tierra…“¡Dios mío, qué ilusión. Con esto no puede fallar!

Mi falta de conocimiento no pudo evitar que me lanzara de nuevo al ruedo pero, como no podía ser de otra forma, con el freno de mano echado. Entre apocado y decidido, que ya hay que ser raro, me coloqué detrás de ella y sin cortarme un pelo comencé a decir: “Amarrado al duro banco de una galera turquesca…. “

Ella me miró y pensó, supongo yo, ¡Vaya, hoy viene de “forzado de Dragut!. De Pitágoras a Góngora, este muchacho no tiene conocimiento. Me pego toda la semana estudiando y hoy, domingo, quiere prolongar mis clases!
Y yo puse pies en polvorosa, como alma que se lleva el diablo, en vista del silencio que obtuve por respuesta.


Aún así, y, como el hombre es el animal que tropieza miles de veces con la misma piedra, seguí probando.Creo que fue a la tercera intentona cuando tuvo lugar lo siguiente:

Yo, ¡insensato de mí!, persistí en mi empeño, y probé de nuevo, aunque en esta ocasión no llevaba preparado ningún tema. De todas maneras habría resultado innecesario a la vista de cómo se sucedieron los hechos.
 Una vez que llegué a su altura, ella se detuvo, me miró a los ojos y me dijo, seria, muy seria, una frase que yo sinteticé como un ¡Zape!, exclamación que se solía decir para ahuyentar a los gatos, y que interpreté como lo que era: una despedida en toda regla o, como decíamos entonces, “una ‘guantá’ sin manos.

Dolido y maullando, me alejé del Paseo y me refugié en el Terraplén. Estaba hundido, me sentía abandonado, destrozado, abatido… y quería estar solo para soportar mi dolor y mi rabia.Una vez allí, junto al borde del aquel barranco, me agarré con todas mis fuerzas a la tela metálica de gallinero que había puesto el Ayuntamiento para que no se nos escaparan los balones. Tiempo después, cuando vi en la película “Espartaco” a Kirk Douglas enganchado a unos gruesos barrotes de hierro tratando de doblarlos para escaparse de aquella prisión, me acordé de que yo también me había asido con desesperación a aquel alambre que formaba perfectos hexágonos para que no se escaparan ni balones ni gallinas, quizás para huir también de una cárcel, la cárcel de amor que tanto pesar me estaba provocando en ese momento.

Quise pensar en otras cosas, desviar mi atención sobre lo ocurrido, no sé, lo que hiciera falta para olvidar mi fracaso como pretendiente y el plantón que había sufrido. Me entretuve mirando el paisaje. Mis ojos se paseaban por la lejanía, desde la Laguna hasta los confines de Doña Mencía/Zuheros, como si quisiera ponerme a contar los olivos que desde allí se divisaban. Del número de olivos que me resultaran, sacar los números primos, y entre cada dos primos consecutivos sumar dos plantones. En realidad, no fue así del todo y, además, el único primo era yo.

Mientras me hallaba en ese estado de paroxismo, fumando y con la mirada perdida, escuché pasos a mis espaldas, con ese sonido característico que tenían las pisadas en el terraplén, ya que las suelas más que pisar el firme, se deslizaban utilizando los minúsculos granos de tierra como rodamientos. O sea, el arrastre de la tierra le confería un particular y familiar ruido.

Los pasos se correspondían a los que daban dos amigos míos, que, como buenos samaritanos, acudieron a ver cómo me encontraba y a traerme nuevas malas. Y, como si fueran Miguel Gallardo, pero a secas, sin una pizca de música para endulzar el momento, me soltaron a bocajarro: “Otro ocupa tu lugar….”



Yo me volví y me revolví y mis palabras de incredulidad dolorida volaron por el aire y me quedé paralizado durante un segundo y exclamé:

-¡No me digáis eso ¿de verdad?! ¡No puede ser, no puede ser (que haya un torero con más salero que el Cordobés7)

Pero me fui al Paseo a comprobarlo, a verlo con mis propios ojos. Y claro que lo vi. Lo vi todo. Allí estaba ella sonriente, mientras marcaba el paso junto a otro mozalbete. Y volví a entristecerme, puesto que aquella escena fue como echarme sal en la herida. “Huele a leña de otro hogar”, me dije, y más dolido si cabe, quise apartarme del lugar y de la visión que me torturaba. Me subí para el Rosario buscando con todas mis ganas un rincón solitario donde lamerme la herida.






Desde el Rosario accedí  al Castillo y me senté en el muro de acceso al Torreón8. Los Bisontes o celtas que estuviera fumando me los “bebía” de una calada. El Patio de Armas me servía de sedante. Contemplar la vegetación que cubría casi toda la superficie, salvo una vereílla de tierra por donde pasábamos a la cámara de la parte posterior, sosegaba mi espíritu y lo revestía de la tranquilidad ansiada, porque me encantaba ver aquella hierba baja convivir con los cardos borriqueros, con los jaramagos con sus florecillas amarillas, con los hinojos que nos servían para endulzar la boca con el zumo de sus dulces tallos y, sobre todo, con las ortigas, tan calladas y aparentemente pacíficas, que semejaban inocentes plumas de pavo verde.

 Mientras esas cándidas ortigas podías esquivarlas, a veces,  sin padecer dolor alguno, las del Paseo sí que picaban de verdad y ésas eran en ese momento insalvables. Mi ánimo estaba bajo y me sentía desencantado conmigo mismo.Amargaba mucho la decepción. Era una bebida extremadamente agria.

 Tan abstraído me encontraba sumido en esos negros pensamientos que tardé en darme cuenta de que ya estaba anocheciendo y miré el reloj. ¡Jopé, que empieza la película!, me dije-, y de un brinco me incorporé y me bajé raudo hasta el cine Carrera. Allí estaban mis amigos y también mi mal de amores (Dolores).






Algunos amigos me decían: ¡Ánimo, Luis! ¡Gracias quillo!, respondía yo. Una amiga también vino a animarme. ¡Gracias quilla!

¿Vi la película? No creo. Aunque todo aquel dolor tenía un nivel soportable, pues no había compromiso entre ambos y, por consiguiente, como diría Felipe González, obligación de nada y a nada.

El tiempo pasó y como canta Gloria Lasso en “Luna de Miel”: “Yo sé que el tiempo es la brisa que dice a tu alma…,” la herida se fue secando.

Habiendo sufrido aquella inexistente derrota, seguí mi vida de siempre y, aunque la veía de vez en cuando, me abstuve de volver a las andadas, pues no quería que me mataran dos veces.


Y ahora, después de esta primera parte, me hago a la idea de que he salido del paseo, cansado y harto de pipas, con la boca seca, me dirijo a la fuente del Paredón a calmar mi sed y me voy para el cine Carrera a ver lo que pongan9.
                   Zaragoza, 9 de febrero de 2018



Notas:

1.      Cuando escribo que adquirí conocimientos que en la vida me ayudaron muchísimo, no me refiero al concepto grandilocuente de saber mucho, sino a los que me aportaron una base cultural suficiente para mis necesidades y, además, a “tener conocimiento”, a ser responsable de mis acciones.
2.      Me hacía gracia aquello de dormir a pierna suelta, jamás se me hubiera ocurrido atarme la pierna a la pata de la cama. Dormía bien hasta que salí del pueblo y tuve que hacer frente a turnos larguísimos debido al servicio militar. Entonces daba igual que fuera noche o día para dormir o no, según pudiera;  siempre tocaba poco. Teniendo mi conciencia tranquila, tuve la mala suerte de perder, poco a poco el sueño reparador que todos necesitamos. No hay medicina ni potingues en el mundo que pueda sustituirlo. Sin deber nada a nadie, salvo al banco, me acostumbré muy a mi pesar a estar en estado de permanente vigilia.
3.      Siempre repito lo de la ausencia de tráfico. Eran unos tiempos en los que lentamente aumentó el número de vehículos y fueron ocupando espacios en todos los lugares, sobre todo en la zona del Llano. Por entonces podíamos utilizar el muro de la Torre de la Parroquia como un frontón. Mientras unos jugaban, otros permanecíamos sentados en la base de la “Farola Solitaria” que sigue en su sitio, aunque con un pedestal mucho más bonito. El antiguo nos permitía sentarnos. En aquella cara de la torre también ponía Expósito las cañas de azúcar, creo que por Semana Santa. Un duro debía costar las tres redondelas de cobre casi negro con ribetes de cardenilla debido al óxido. El que clavaba una redondela en una caña, se llevaba.
4.      Sobre el asunto del fútbol no quiero olvidar a una persona imborrable. Hablo de Gabriel Luchana. Tenía tal pasión por el Real Madrid, que se reflejaba en su rostro la infinita alegría o la profunda pena, según fuera el resultado del partido. Nunca hablé con él, lástima, pero siempre pensé que si los sentimientos y el grado de adhesión a alguien o a alguna Institución (R. Madrid) se convirtieran en oro puro, no habría báscula en el mundo para pesar su dichosa carga. Un reflejo hermoso de su alma encendía su rostro, para bien o para mal. El bueno de Luchana que reía y gozaba cuando El Madrid ganaba, y cuando perdía, lloraba y sufría.
5.      El chiste sobre Pío XII: Se contaba que cuando aquel Papa falleció fue al cielo, como no podía ser de otra manera. Una vez en la entrada de la Gloria tocó la campanilla que colgaba de la pared. Se oyó la voz de San Pedro que, de mal humor, preguntó ¡¿Quién es!? Pío, respondió el interesado ¡Aquí no queremos pollos! Dijo S Pedro ¡No, no soy un pollo, soy Pío doce! S Pedro, con voz alarmada, respondió ¡Buffff, no queremos pollos y menos por docenas!. Es un chistecillo tontorrón, pero entonces daba el pego y era tan tontorrón como ahora.
6.      Por entonces no había “guasap” ni notificaciones. Todo esto viene de las nuevas tecnologías. Lo que ocurre es que los guasap de entonces se llamaban telegramas. Una canción muy famosa por entonces e interpretada entre otros por los 5 Latinos, se titulaba “Un Telegrama” y en su letra figuraba lo siguiente: “Antes de que tus labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía. Porque con tu mirada tu me mandaste un telegrama…..” O sea, siendo diferente es lo mismo.
7.      Mis amigos recordarán conmigo los dos paseos que realizamos a la Estación. Cuando El Cordobés se hizo famoso fuimos al bar “Casa Conejo”, situado, más o menos, donde Nicolás tiene su Hostal. En aquel establecimiento vimos hacer “El Salto La Rana” y otras lindezas que hicieron de Manuel Benítez un afamado torero y al que le compusieron un pasodoble que aún recuerdo.
8.    Dos ciudadanas norteamericanas estuvieron acodadas donde yo me senté. Fue una tarde en que las acompañamos. Ya escribiré sobre cómo se presentó aquel momento.
9.    ¡Sería fantástico poder utilizar la moviola y darle a retroceder… y a Play! La moviola, invento al que dieron uso en la televisión, permitía rebobinar y volver a ver jugadas interesantes de los partidos del domingo. Los lunes podíamos verlos. Las personas también tenemos nuestra moviola, los recuerdos. Era más precisa la electrónica.