jueves, 8 de junio de 2023

El petardo reumático

 


El petardo reumático

   En abril del pasado año tuve la suerte de encontrarme con mi amigo Francisco Aledo García. Testigo del encuentro fue Alfonso Molina Baena. Con ambos tuve la fortuna de compartir los estudios en la Escuela de don Francisco durante los cuatro años de principios de los 60.

 A Alfonso lo he visto todos los años que fui al pueblo, hasta 2018. Llegó el Covid y cesaron las visitas, se jorobaron los planes y, en cierta medida, las ilusiones casi desaparecieron. Poco a poco fuimos recobrando algo de normalidad, y el tiempo, como siempre, ejerció de ungüento que, sin sanar del todo, suavizan las heridas que tan inesperada plaga dejó. La tranquilidad de antes, como cristal, se fracturó en mil pedazos, a ver quién la recompone.

Con Francisco estuve el 3 de abril del 2022.  No nos veíamos desde hacía 52 años y poco más de un mes. En ese espacio vacío algunos amigos se quedaron por el camino. Su recuerdo permanece vivo. La muerte no es el final, pienso yo.

En un momento de la conversación Francisco me preguntó si recordaba un episodio carnavalesco que padecimos, sufrimos y nos llegó a acongojar. Se refería a un petardo de los que se suelen lanzar por carnavales y a “las dos mujeres”.

Le prometí enviarle un borrador sobre aquel inolvidable momento. Ya ha pasado más un de año y aún no lo he hecho. Le he mandado algún escrito al respecto, pero no consigo poner lo que deseo hacer constar, porque me extiendo mucho y me voy por las ramas.

 La idea

Un día sucedió que uno de los amigos se decidió a cortar parte del extremo del cordón de un zapato; deshilachado por rotura de las fibras, colgaba como un pingajo y resultaba feo.

Sin pensárselo dos veces procedió a darle una calada a un cigarrillo que fumaba y, con la punta al rojo (punta del cigarro), hizo un corte que ni el mejor cirujano hubiera conseguido.

La cosa no quedó aquí, después de haber tirado aquel apéndice notó que seguía oliendo a quemado, a humo, lo que equivale a que el cirujano no cerró bien la herida. Examinó el extremo operado y comprobó que la parte saneada seguía quemándose lentamente. De ahí caímos en la cuenta de que, aprovechando que no se apagaba, podíamos aplicarlo en alguna ocurrencia, por ejemplo: hacer explotar un petardo añadiendo a la mecha un poco de cordón que, para más datos, era de canutillo, porque al estar hueco, permitiría que la delgada mecha petardera encajase como anillo al dedo. Digamos que serviría de retardador y, con arreglo a la longitud que le diéramos, variaría el tiempo de espera.

 El inicio de las fiestas de carnavales venía precedido por el estallido de petardos. Algunos atrevidos prendían la mecha y lo arrojaban en cualquier sitio cercano a personas con la finalidad de sobresaltarlas, y lo lograban; no se escondían. También comenzaban a lucir las bengalas y unas tiras de cartón que llevaban adherida una substancia con forma de uña que, al frotarlas sobre una superficie rugosa: un adoquín, una pared, el suelo, etc., comenzaban a arder con sonoros chisporroteos (¿tal vez lo llamábamos pistones?). Más o menos ese era el catálogo para gamberros.

 La compra de los artículos

 Entrando en las fiestas carnavaleras conseguimos dedicar un poquito de nuestro escaso dinero, unas pesetillas, porque nuestras finanzas no daban para mucho. Nos dirigimos a una tienda que había por encima del carpintero Rosa (¿tal vez de Francisco?) era una especie de bazar que vendía muchos productos, entre otras cosas, armónicas, por poner un ejemplo, y artículos de carnaval: pirotecnia nivel adolescentes (poca carga de pólvora). Adquirimos un petardo y dos o tres bengalas.

El sacrificio era muy grande, porque por una peseta podíamos comprarnos 4 celtas cortos, 3 celtas cortos y un real de pipas, o mitad y mitad. Ya hablaré de los bolsillos vacíos.

 La preparación

 La mejor preparación es no tener nada preparado. Tiene sentido.

Quizás íbamos a realizar la prueba en un lugar donde no hubiera gente, tal vez en el terraplén, pero como decía el refrán: “el hombre propone y Dios dispone”, no sabíamos ni pensábamos qué tiempo haría llegada la ocasión.

 El carnaval se presentó lluvioso, bastante. Con aquello no contábamos, pero el deseo de llevar a cabo el experimento aquel nos empujaba a buscar lugares en los que pudiéramos hacer estallar el dichoso petardo.

Queríamos hacerlo en sitios abiertos, como era el terraplén, o la Pedriza, u otro lado donde no molestar a nadie y satisfacer nuestra curiosidad. Pero no era posible: lluvia persistente.

 Tal era nuestro afán que aprovechamos una pausa larga en aquello de caer agua del cielo, había escampado. Pensamos en una especie de cueva excavada que estaba situada en un recodo del camino de San Jorge. Allí no había nadie y estábamos a cubierto. Nos fuimos para allá. ¿Qué hora sería? En febrero, invierno, las cinco y media de la tarde estaba muy cerca de producirse eso que llaman “entre dos luces”, bien es cierto que el cielo encapotado agravaba la sensación oscuridad.

 Dicho y hecho, llegamos a aquel lugar en cuyo suelo solía haber partes de aparejos de los mulos además de otras cosas abandonadas. No era un buen sitio para meterse, pero era la único que teníamos, las prisas no son buenas consejeras.

 Comenzó a llover, descartamos el encendido del cohetillo en el interior (parecía que más que petardo era un barreno) y nos dedicamos a ir prendiendo las bengalas.

 Nos consolamos con ver aquella hermosa luz blanquísima que no paraba de soltar estrellitas que enseguida se extinguían. Aquello duró un minuto, tan efímero como el arco anaranjado que salían de las herraduras de los mulos cuando, en la oscuridad de la mañana, resbalaban al pisar las piedras de las calles.

 Poco más tarde salimos de aquella cueva, llovía bastante, pero no teníamos otra opción. Creo que se nos hizo muy largo el camino a casa, carecíamos de protección: un impermeable, por ejemplo. Nada, a pecho casi descubierto. Para pillar una pulmonía. Además, los impermeables no estaban en nuestro simple catálogo de vestuario.

 Empapado subí la calle Marbella hasta llegar a casa. Sentía los pies muy fríos y oía una especie de chapoteo dentro de uno de los zapatos, había entrado agua a través de una perforación que se había producido en la suela. Eché la culpa a la mala calidad del material que traían, ¿quizás cartón piedra con alguna capa de cuero? El quizás me dijo que las cosas, cuando se fuerzan mucho, se rompen. La culpa era mía.

 Sobre el sonido del pie ahogándose en el zapato mientras lo llevaba puesto, pasados unos años, descubrí que para oírlo no era necesario tener zapatos, calcetines ni agua; tampoco hacia falta estar de pie, ni caminar; las humedades, donde quieran que se produzcan, ocasionan igual o parecido ruido que el que oía aquella noche de pies helados.

 

La detonación del petardo

 Transcurridos unos días se estabilizó el tiempo, dejó de llover. Decidimos que había llegado el momento de salirnos con la nuestra: probar el cordón conectado a la mecha y esperar a ver si aquel invento del TBO llegaba a colmar nuestra insana curiosidad.

En la Carrera no se veía un alma, bueno, en la fuente de la Aurora una mujer se puso a llenar un cántaro.

Colocamos aquel artefacto en el suelo, en el ángulo que formaban la acera con la fachada, debajo de una ventana enrejada; prendimos el cordón y cruzamos la calle para ir a sentarnos en el escalón de la casa de uno de los que participaba en aquel experimento.

Estábamos los justos, y algo apretados, no venía mal habida cuenta el frío y la humedad que reinaba y la ropilla que vestíamos: una camiseta, un saquito, una rebeca y pantalón corto, calcetines y unos zapatos de material de aquellos que nos servían para todo. Era la calefacción del rebaño, expresión que, a raíz del Covid, se hizo popular: “Todos deben vacunarse para lograr la inmunidad del rebaño”, algo así.

 Miramos a la izquierda y vimos que, desde la zona del Reloj, una señora con un cántaro se dirigía hacia la fuente. Iba por la acera donde estaba el petardo; miramos a la derecha y vimos a la mujer de la fuente, que volvía con el cántaro lleno, caminaba en sentido inverso, en rumbo de colisión. La preocupación aumentó, casi pánico sentimos.

Cuchicheamos cosas como:” ¡A que se van a cruzar donde está el petardo! ¿Y si se paran? Nuestros temores se cumplieron al milímetro, en el mismo sitio y a la misma hora se detuvieron y comenzaron a hablar, y nuestro invento quedó junto a sus zapatos.

 El petardo no daba señales de vida, comentábamos alarmados: “¡Cómo explote se pueden morir de repente, o de pronto!” Estábamos muy apurados, muy tensos, muy acongojados esperando un estallido seco. Al momento se oyó una explosión medio fallida, de baja intensidad. Aquellas señoras se sobresaltaron un poco y centraron su mirada en nosotros, seguramente, además del sonido, olerían a pólvora quemada. En ese instante cada una siguió su camino. Un poco de sosiego vino a calmarnos, podía haber sido peor.

 La explicación que se puede dar sobre el fallo del petardo es que, como la humedad ambiente era muy alta, penetra todos los tejidos que alcanzan, y lo mismo que a un reumático le duelen los huesos, al petardo aquel, durante tantos días de lluvia, se le fue humedeciendo la pólvora y perdió la efectividad de una carga seca. O sea, que lo que medio explotó fue un petardo “reumático”. Dios vino a vernos.

Zaragoza, 08/06/2023 – 13:17

L G A

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domingo, 11 de febrero de 2018

                                   
Los cines de Luque




                                         


 1. EL Paseo de Luque como antesala del cine: mis primeros pinitos como pretendiente: 




"Tiene cosas este loco, que no suenan a cordura pero que a loco tampoco"

(Por las radios de Luque salía la voz de un cantaor que me encantaba, creo que se trataba de Pepe Pinto)


Después de tantos meses sin aparecer por mi blog, voy a intentar publicar parte de las cosas relativas a mis años en Luque. Quizás repita algunas frases contenidas en otras publicaciones de “Cosas mías”, bueno será reescribirlas si me ayuda a concluir parte de lo que pretendo comunicar. Por ejemplo, recordar que, sobre lo que yo escribo, otras personas, especialmente amigos y compañeros de estudios en la escuela del Maestro, fueron testigos presenciales de lo que afirmo. Lo único que aporto es mi modo de contarlo, de redactarlo. La parte fundamental de mi adolescencia/juventud se desarrolló allí, me marcó para bien y para siempre. Con el paso del tiempo fui reflexionando sobre todo aquello que tenía guardado en mi mente. Con palabras de hoy explico lo que pasaba entonces y que, en muchas ocasiones, no entendía del todo bien.

Aunque lo haya hecho en escritos anteriores, no puedo dejar de recordar a Don Francisco Cañete López, ¡El Maestro del Algarrobo!, con quien adquirí conocimientos1 que en la vida me ayudaron muchísimo. Aquel Coloso tenía la sabiduría, el carácter y la autoridad para hacer que lo estudiado calara, como la lluvia fina, en mi dormido cerebro.

Los domingos eran días muy especiales para mí. Nada importante solía hacer, solamente que podía dormir lo que quisiera y levantarme a la hora que me diera la gana, o sea, lo que se dice y sigue diciéndose “dormir a pierna suelta2”. Solamente podía ponerle un “pero” y éste no era otro que todo el exceso de cama eran horas que acortaban aquel bendito festivo, dada mi entrega desaforada a Morfeo.

A las 12 del mediodía tenía que estar en la Parroquia o en Santa Rita, para oír misa. De que me vieran allí o no, dependía la asignación semanal que mi madre me entregaba religiosamente.

Los meses del campeonato nacional de Liga3, junto con Tista Barona (q.e.d) que, como ya he contado en otras publicaciones, tenía un transistor, subíamos a la explanada del Castillo. El Carrusel Deportivo comenzaba a las cuatro de la tarde. Utilizando los versos de Quevedo “Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…”, en este caso yo sustituyo esos versos del escritor madrileño por estos otros apropiados a nuestra actitud de entonces ante aquel objeto: “Éranse doce orejas a un transistor pegadas, érase una oreja superlativa…”. Allí nos centrábamos en los partidos en juego.

 Era una gozada estar sentados en piedras, en la oquedad de la roca base del Torreón, o simplemente de pie. Nos daba igual, todo estaba bien porque lo importante era estar. Los demás días teníamos escuela y no había ningún hueco de 07:30 más o menos hasta las 19 ó 20, que eran las horas de horario escolar, para poder campar a nuestras anchas. A lo largo del día solamente podíamos disfrutar de dos descansos: por las mañanas sobre las 9:15, que era cuando aprovechábamos para ir a desayunar a casa, y al mediodía, sobre las 13:30, entonces tocaba ir a almorzar. La jornada continuaba hasta el anochecer.

No obstante, los domingos y fiesta de guardar el panorama cambiaba. Eran esos momentos los propicios y aprovechados para ver y relacionarnos con personas a las que no era frecuente encontrarse el resto de la semana.

Cuando bajábamos al Paseo, lo hallábamos lleno de gente. Aquel ambiente me gustaba mucho.  Encontrarnos allí con esas personas nos alegraba sobremanera. Yo creo que había gente de todos los barrios y calles. Si por entonces hubieran existido podómetros en los zapatos, podríamos saber cuántas decenas de miles de pasos dimos por mi querido Paseo, porque lo recorríamos una y otra vez sin apenas cansarnos. Entonces no había coches9, salvo unos pocos Seat-600; con esto quiero decir que las posibilidades de ir a Baena, Zuheros u otros destinos más o menos próximos, apenas existían, no teníamos medios. Por lo tanto, estábamos felizmente “condenados” a pasar nuestras horas de asueto en aquel poblado Paseo.

 Los que estudiábamos subíamos en el autobús una o dos veces al año para examinarnos en Cabra. Yo, gracias a la brillantez de mi etapa como estudiante, tenía garantizado los dos viajes: junio y septiembre.

Una vez que nos cansábamos de dar vueltas y más vueltas por aquel espacio abierto y con la boca seca por comer de forma insaciable pipas y más pipas con sal, íbamos a la fuente del Paredón a apagar la sed y, finalmente, de allí nos encaminábamos al cine. Era el mejor momento de la tarde/noche porque los pies nos dolían y teníamos ganas de sentarnos y prepararnos para ver la película que tocaba.




No siempre el acceso al cine se nos permitía, debido a que había películas para mayores, con diferentes calificaciones (“rosa, rosa con reparos, granate”, muchos colores subidos de tono, con los que se nos discriminaba por ser menores). Ya me extenderé más en otro escrito sobre este aspecto. Ahora me voy a detener en otro tema, relatando algunos momentos en los que yo, modestia aparte, fui protagonista de algo relacionado con el tema del amor, del enamoramiento, de todas esas cosas a las que aspirábamos pero no sabíamos gestionarlas bien en lo que a su inicio se refiere. Estas historias se desarrollaban en el Paseo además de en las fuentes, tema que ya publiqué en mi escrito “El Pretendiente” o en cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. A aquella temprana edad no pensaba yo en compromisos de esa naturaleza. Mis compañeros, por lo que conocía de ellos, si tenían inquietudes de ese tipo, no las manifestaban ni las hablábamos, lo que no significaba que todo aquello nos dejara indiferentes. Cada uno, por su propia cuenta, tenía su propia valoración, gustos y tentaciones.

Recuerdo que comencé a recibir “lecciones de ligoteo” con unos 15 ó 16 años. No es que pensara recibirlas, es que, como hablaba con gente de más edad que yo, frescos o con dos copas, de modo desinteresado y gratuito me daban conferencias sobre las diferentes técnicas para conquistar a alguna fémina, para piropearlas, principalmente. Con aquellas lecciones bien aprendidas, comprendí tiempo después que me habían dado gato por liebre. Las personas con las que manteníamos este tipo de charlas, en algunas ocasiones y como resultado de estar “el conferenciante” algo pasado de fino, soltaba por su boca, como los grifos de su fuente, agua salobre de pozo, en vez de agua clara del manantial de Marbella. Fantaseando con lo que no conocían, trataban de embaucarnos y a veces lo conseguían.  Éramos unos pardillos.

La ingesta de vino era muy recurrente. Pero no quiero dar la impresión de que había que emborracharse para echarse novia. El alcohol en poca cantidad puede ayudar a superar cierto nivel de timidez. Si se abusa de él, puede resultar contraproducente.

Yo voy a contar lo que viví y lo que presencié y, como conocedor de la técnica empleada por entonces, sentí temor de verme situado en el lugar del actor que trataba de camelarse a la mozuela objeto de su pasión.

Las costumbres de aquellos tiempos eran más bien restrictivas y lo de tontear, así como si tal cosa, no valía. Por eso, creo yo, la rigidez a la hora de afrontar una situación de ese tipo paralizaba a unos más que a otros. Había gente con desparpajo y naturalidad que lo intentaban sin que le temblaran las canillas, pero a otros la tarea se le hacía más ardua. Sea como fuere, casi todos nos casamos y no tuvimos que pasar por ningún momento “de tensión inicial” amorosa.


Mi amigo PiA y el Sostenedor de Cestas (yo)




Mis amigos eran numerosos. Unos estudiaban, otros trabajaban en el campo, otros se dedicaban a otras actividades, en fin, que estaba siempre muy bien acompañado por jóvenes del pueblo. Obviamente con los que tenía más contacto era con los compañeros de La Escuela del Algarrobo, especialmente con los de mi curso.

A PiA estoy seguro de que lo conocí en el bar de Ricardo y debió ser por allá la Semana Santa de 1961, recién llegado yo a Luque. Entrando en aquel establecimiento, a la derecha, había una salita con un futbolín, y, mientras veíamos las partidas que se jugaban, trabamos amistad. Por aquel tiempo, llevábamos pantalón corto, por lo menos yo. (Anda que no me picaba nada cuando mis flacas piernas rozaban las ortigas. Sentía un picor tan intenso que me rascaba con mucha rabia. Me daba un gusto casi lujurioso, tanto que, al pasar mis ávidas uñas contra la zona afectada, deseaba arrancarme algunas lascas (media pierna por lo menos).

Pasaron unos años y PíA y yo continuamos con nuestra amistad. Tomábamos de tarde en tarde alguna copichuela de vino, como solíamos decir. A mí me encantaba esa palabra “copichuela” y me gustaba aún más lo que contenía cuando nos llenaban la copa.

Debía de tener unos 17 años, quizás algo más, cuando un día en el que nos encontramos lo noté muy animado. Me habló con una convicción que hasta entonces yo desconocía porque no la había mostrado antes. Algo lo había cambiado para bien; tal vez se tratase de un trastorno de esos que suelen aparecernos a veces. Me llamaba la atención porque él no había tomado aún ni una gota de néctar divino; algo desconocido le proporcionaba una energía tipo gasolina súper 98 ó más. Esa desenvoltura me asombró. No lo veía yo muy normal.En otras ocasiones, hablábamos con menos entusiasmo.

¿Qué te pasa, Pío, que pías tanto? Era la pregunta que me hacía para mis adentros. Me intrigué y como yo era muy intuitivo5, comencé a inquietarme y me dije: “Mi amigo quiere algo de mí”. ¿Qué será? Creo que entramos en el bar de Joaquín C., allá en las cuatro esquinas y nos sentamos en el salón donde tantos ratos pasé en mi juventud por muchos motivos, todos buenos. Y allí se confesó.

Sentados y con sendas copas de fino, comenzamos a hablar sobre ¡Dios sabe qué! ¿Quién se puede acordar? Pero lo que no he podido olvidar fue cuando, a la segunda o tercera copa, Pío pió.


- Luis, pretendo a una mozuela ¡Necesito tu ayuda!

 Casi me da un vahío, un desvanecimiento. Entonces comprendí su entusiasmo y su táctica de buscar en el alcohol el modo de atreverse a pedirme que le echara una mano. Se me pusieron los pelos de punta y pensé algo muy parecido a ¡Tierra, trágame! Pío se estaba encontrando muy a gusto, cada vez más a gusto, el brillo de sus pupilas lo delataban. Me pintó un panorama tan idílico que yo, con algo de vino en mi cuerpo, me fui convenciendo de que aquello iba a ser fantástico. Con tres copas de vino más llegué a desear estar en ese momento al lado de la que iba a ser mi “cesta”.

Mi amigo prosiguió con sus explicaciones:

- La mozuela que me roba el corazón se llama X, sale al Paseo los domingos por la tarde, pero va acompañada por otra que se llama Y.

Aquello parecía una ecuación de primer grado con dos incógnitas, o sea, para mí un problema ¡Con lo malo que yo era para las matemáticas!

De esta manera, acordamos llevar a cabo un plan urdido de una forma atropellada, como con prisas. Yo no era muy dueño de mí porque mi éxtasis, debido a Baco, estaba en el punto más alto de la curva. Quedamos encantados y nos fuimos a comer.

Cuando ingerí alimentos y los vapores del vino se desvanecieron, mis pies se pusieron sobre la tierra y me acongojé, me sentí mal, me arrepentí, me cabreé, en fin, me convertí en un desdichado que había sucumbido a unos tragos de vino. En la conversación Pío me había dicho que el primer “asalto” sería el domingo siguiente. Nadie puede imaginar lo cortos que se me hicieron los días, ni lo que deseé que lloviera a mares, cayeran rayos y truenos, que sucediera algo que me librara a mí de cumplir tan ingrata promesa, algo gordo pero que no perjudicara a nadie ni fuera irremediable. Cortos se me hicieron no porque fuera algo bueno lo que esperaba, sino por todo lo contrario.

Y llegó el tan temido “día de autos”. Sobre las cuatro y media o cinco de la tarde, nos encontramos en el bar de Barrigueto. Ambos teníamos cara de difuntos. Pedimos dos medios de “Fino Perico” (10 reales costaba cada vaso). Refugiados entre el vino y el tabaco, esperábamos que el Paseo se fuera poblando y, a través de la puerta semiacristalada, mirábamos continuamente para comprobar si las dos mozuelas llegaban al citado lugar.(Bueno, yo lo hacía con los ojos cerrados porque, en realidad,no quería ver nada de nada.Llegué a desear ser incluso un grajo para salir volando y escaparme de aquel compromiso contraído.)



Seguíamos bebiendo ¡Aquello fue un milagro! Al contrario que Jesús que convirtió el agua en vino, nuestro metabolismo convertía el vino en agua. Mientras más bebíamos, más frescos y lúcidos estábamos. Pero acabó llegando el inquietante momento en que tuvimos que salir del bar e incorporarnos al Paseo. Temblores incesantes se habían apoderado de nuestros acongojados cuerpos y así, como si tuviéramos “el mal de San Vito”, nos adentramos en aquel recinto. Entonces las vimos. Allí estaban, paseando sus cuerpos serranos entre la concurrencia. Decidimos darles o mejor dicho, darnos, dos vueltas de ventaja, debido al canguelo que teníamos, y, cuando llegó el momento de la verdad, nos colocamos detrás de ambas y, tiesos como el palo de una escoba, procedimos a ocupar los extremos. Ellas, sorprendidas, se estrecharon una contra la otra de manera que yo creo que solamente veía un solo cuerpo, como si se hubieran fusionado. No paramos, íbamos al mismo paso y cuatro narices rectas se encaminaban hacia el Ayuntamiento. Me sentía muy violento y apenas tenía valor para ladear mi cabeza hacia la derecha y observar si mi amigo se estaba camelando a su amada. Y allí estaba,¡callado como un muerto! No decía nada, iba peor que yo. ¡Así no se podía ligar!





Por entonces no habíamos oído hablar de la “Ley de Murphy”, donde uno de sus artículos dicen que dice: “Si piensas que una cosa irá mal, la realidad te dirá que fue a peor”. Digo esto porque “mi cesta”, mientras subíamos una vez más hacía al Ayuntamiento, se agarró con todas sus fuerzas al brazo de su amiga y tiró de ella en una trayectoria oblicua hacia la izquierda. Yo enseguida me di cuenta de lo que pretendía: quería pegarse al murete interior del paseo de manera que yo me quedara atrás, o más adelantado. Y lo hizo. Y yo, que no había dicho ni “mu”, ni lo dije, me subí al citado muro. Como el estar allí arriba me colocaba en una posición más destacada, en vez de pasar desapercibido, quedé expuesto a la vista del público en general y a sus valoraciones. Quizás pensarían: ¿Qué le pasa a ése?, ¡qué cosas más raras hace! Me incliné hacia adelante, adoptando la forma de una alcayata, y fue mucho peor. En fin, que, pasados unos metros, me bajé del murete y fui a mi aire. Creo que mi amigo también se separó y los dos juntos abandonamos nuestras posiciones.No volví a intentarlo. No hubo segundas partes. La empresa había fracasado.

A mi enamorado Pío lo conocía por un sobrenombre, pero, pasado el tiempo, lo confundí con otro que era como Jerónimo, pero con una sílaba menos.

Sin embargo, muchos años después, mientras tomaba café con un colega que era granaíno, comimos un trozo de torta de nueces. Alababa yo aquel delicioso dulce cuando me preguntó si había probado los Piononos. Le pregunté, de broma ¿No me digas que en Granada os coméis a los Papas de nueve en nueve?5

Un día al regreso de uno de sus viajes a su tierra, me llevó una cajita con 6 pastelillos de aquéllos. Cuando escuché de su boca la palabra “pionono” fue como si en mi cerebro hubiera recibido una notificación, un guasap6, alertándome de que algo había en mis pocas neuronas que se conmovieron, pero no supe descifrar su significado por entonces, más bien me preguntaba ¿Por qué me resulta familiar ese nombre? Hasta que se me encendió una bombillita y comprendí que en ese nombre de dulce tan delicioso, pionono,  estaba expuesto claramente el apelativo de mi buen amigo. Vivía en la calle “PraO”, cerca de la escuela de don Emilio Porras.

Me gustaría hablar con él porque espero que siga vivo y poder recordar aquellos momentos de “lujuria” y “pasión desmedida” con los que debía soñar. Sentí no haber podido ayudarle pero, ¡quién sabe!, lo mismo le vino hasta bien aquel pequeño/gran fracaso, aunque el mayor fracaso me lo atribuí yo, porque no pude ayudar lo suficiente para que aquella experiencia diera sus frutos y se consolidara. Quizás se las arregló bien y su sueño se hiciera realidad. No lo sé.

En cuanto a la mozuela que yo cortejé, si se puede decir de esta manera, olvidé su sobrenombre. Como en la vida todo está relacionado, aunque no lo parezca, años más tarde comencé a oír una canción de un grupo que se llamaba “Los Chunguitos”; se titulaba “Mañana”. Me encantaba escucharla y quise hacerme con música de tan estupendos artistas. Un día compré una cinta de casete con sus canciones; entre otras estaba “¡Dame veneno!” y fue cuando caí en la cuenta de cómo se apodaba mi querida “cesta”. Si vive y recuerda esta anécdota, me haría feliz. También le pediría disculpas por el mal rato que, tal vez, pasó aquella tarde teniendo a un “poste” a su lado, aunque es posible que ni se acuerde ya.


A pesar de las experiencias de otros y de la que yo mismo tuve tratando de ayudar a Pionono, también intenté hacer mis pinitos en este asunto tan natural, atractivo e interesante y también, algo embarazoso, por mi cuenta. A mí por instinto y natural tendencia,las mujeres –mozuelas por entonces- me encandilaban, y, como dice el refrán: genio y figura, hasta la sepultura. Sabina, cuando dice en uno de sus versos: “el agua apaga el fuego y al ardor los años…”, describe la transición de lo mucho a lo poco o a la nada, pero en aquella época de esplendorosa y ardiente juventud, el fuego licuaba las rocas.

Entre las féminas que conocía había una que me hacía tilín. Era un sentimiento más acentuado de lo normal en lo que a atractivo se refiere. Por entonces, se utilizaba mucho la expresión tener “ángel”. “Tener ángel” no solamente se refería al tema amoroso, era más genérica aquella expresión: caer bien, tener algo especial… Y aquella mozuela tenía para mí algo especial.

Después de lo vivido en pos de ayudar a mi amigo Pío y, a pesar del fracaso de aquella intentona y de tomar consciencia de mis limitaciones para “conquistar” a nadie, más adelante decidí buscarme la vida yo solo para conseguir “conectar” con una posible media naranja. Pensando en la muchacha que me hacía tilín, decidí diseñar un plan que me permitiera entablar una conversación, un inicio de relación para conocerla de un modo más personal, más estrecho, más romántico.

¿Cómo iba a llegar a aquello si ni siquiera había hablado con ella?
Consideré la opción de los estudios, ya que ella estaba en Bachillerato. Yo lo había terminado dos o tres años antes y quise valerme de mis pobres conocimientos con el fin de abrirme un camino para llegar a su vera.

No recuerdo con exactitud la conversación que serviría como introducción para conocer mis posibilidades. Siempre fui un desastre y por muchas vueltas que le diera a mi cabeza no se me ocurría nada bueno, quiero decir nada atractivo. En fin, que sabiendo que los domingos por la tarde mi posible amor acudía al Paseo acompañada de una o dos amigas, pensé en la forma de abordarla y decidí actuar.

Una tarde de domingo, estando con mis amigos, la vi llegar acompañada de otra muchacha. Me quedé sin respiración y toda la determinación que tenía se me vino abajo. No obstante, decidí tocar  un tema sobre matemáticas (muy romántico para empezar) y, tras darle unos metros de ventaja, me acerqué a ella y después de saludarla con un apenas perceptible “hola” ( no recuerdo si me contestó algo), me fui al grano sin ambages, diciendo algo parecido a lo siguiente:

-¿Sabes que en el triángulo de Pitágoras a2 = b2 + c2?

Me miró con una cara de sorpresa que yo no sabía si la había impresionado o, tal vez, horrorizado. Pensé en lo segundo.

-¿Sabes que a y b son catetos y c la hipotenusa?



Ella musitó algo que yo interpreté como “¡Tú sí que eres cateto!”
Proseguí mi “conferencia” y diría algo como que Pitágoras quería explicar el cosmos a través de los números. Vi su cara, como miraba a su amiga y se reían. Yo me di cuenta de que no era algo muy del agrado de ella ni apropiado para la tarde de un domingo que se conocía como “fiesta de guardar”. Lo más seguro es que pensara de mí que era un aguafiestas. El único que habló allí era yo. Dando el silencio como un fracaso, me despedí quizás diciendo: “Voy a comprar tabaco o pipas, o algo”, lo que fuera con tal de desaparecer.


La segunda intentona fue parecida, pero, en lugar de echar mano de las matemáticas, lo hice con un poema que seguramente fue el siguiente:
Amarrado al duro banco de una galera turquesca, ambas manos en el remo y ambos ojos en la tierra…“¡Dios mío, qué ilusión. Con esto no puede fallar!

Mi falta de conocimiento no pudo evitar que me lanzara de nuevo al ruedo pero, como no podía ser de otra forma, con el freno de mano echado. Entre apocado y decidido, que ya hay que ser raro, me coloqué detrás de ella y sin cortarme un pelo comencé a decir: “Amarrado al duro banco de una galera turquesca…. “

Ella me miró y pensó, supongo yo, ¡Vaya, hoy viene de “forzado de Dragut!. De Pitágoras a Góngora, este muchacho no tiene conocimiento. Me pego toda la semana estudiando y hoy, domingo, quiere prolongar mis clases!
Y yo puse pies en polvorosa, como alma que se lleva el diablo, en vista del silencio que obtuve por respuesta.


Aún así, y, como el hombre es el animal que tropieza miles de veces con la misma piedra, seguí probando.Creo que fue a la tercera intentona cuando tuvo lugar lo siguiente:

Yo, ¡insensato de mí!, persistí en mi empeño, y probé de nuevo, aunque en esta ocasión no llevaba preparado ningún tema. De todas maneras habría resultado innecesario a la vista de cómo se sucedieron los hechos.
 Una vez que llegué a su altura, ella se detuvo, me miró a los ojos y me dijo, seria, muy seria, una frase que yo sinteticé como un ¡Zape!, exclamación que se solía decir para ahuyentar a los gatos, y que interpreté como lo que era: una despedida en toda regla o, como decíamos entonces, “una ‘guantá’ sin manos.

Dolido y maullando, me alejé del Paseo y me refugié en el Terraplén. Estaba hundido, me sentía abandonado, destrozado, abatido… y quería estar solo para soportar mi dolor y mi rabia.Una vez allí, junto al borde del aquel barranco, me agarré con todas mis fuerzas a la tela metálica de gallinero que había puesto el Ayuntamiento para que no se nos escaparan los balones. Tiempo después, cuando vi en la película “Espartaco” a Kirk Douglas enganchado a unos gruesos barrotes de hierro tratando de doblarlos para escaparse de aquella prisión, me acordé de que yo también me había asido con desesperación a aquel alambre que formaba perfectos hexágonos para que no se escaparan ni balones ni gallinas, quizás para huir también de una cárcel, la cárcel de amor que tanto pesar me estaba provocando en ese momento.

Quise pensar en otras cosas, desviar mi atención sobre lo ocurrido, no sé, lo que hiciera falta para olvidar mi fracaso como pretendiente y el plantón que había sufrido. Me entretuve mirando el paisaje. Mis ojos se paseaban por la lejanía, desde la Laguna hasta los confines de Doña Mencía/Zuheros, como si quisiera ponerme a contar los olivos que desde allí se divisaban. Del número de olivos que me resultaran, sacar los números primos, y entre cada dos primos consecutivos sumar dos plantones. En realidad, no fue así del todo y, además, el único primo era yo.

Mientras me hallaba en ese estado de paroxismo, fumando y con la mirada perdida, escuché pasos a mis espaldas, con ese sonido característico que tenían las pisadas en el terraplén, ya que las suelas más que pisar el firme, se deslizaban utilizando los minúsculos granos de tierra como rodamientos. O sea, el arrastre de la tierra le confería un particular y familiar ruido.

Los pasos se correspondían a los que daban dos amigos míos, que, como buenos samaritanos, acudieron a ver cómo me encontraba y a traerme nuevas malas. Y, como si fueran Miguel Gallardo, pero a secas, sin una pizca de música para endulzar el momento, me soltaron a bocajarro: “Otro ocupa tu lugar….”



Yo me volví y me revolví y mis palabras de incredulidad dolorida volaron por el aire y me quedé paralizado durante un segundo y exclamé:

-¡No me digáis eso ¿de verdad?! ¡No puede ser, no puede ser (que haya un torero con más salero que el Cordobés7)

Pero me fui al Paseo a comprobarlo, a verlo con mis propios ojos. Y claro que lo vi. Lo vi todo. Allí estaba ella sonriente, mientras marcaba el paso junto a otro mozalbete. Y volví a entristecerme, puesto que aquella escena fue como echarme sal en la herida. “Huele a leña de otro hogar”, me dije, y más dolido si cabe, quise apartarme del lugar y de la visión que me torturaba. Me subí para el Rosario buscando con todas mis ganas un rincón solitario donde lamerme la herida.






Desde el Rosario accedí  al Castillo y me senté en el muro de acceso al Torreón8. Los Bisontes o celtas que estuviera fumando me los “bebía” de una calada. El Patio de Armas me servía de sedante. Contemplar la vegetación que cubría casi toda la superficie, salvo una vereílla de tierra por donde pasábamos a la cámara de la parte posterior, sosegaba mi espíritu y lo revestía de la tranquilidad ansiada, porque me encantaba ver aquella hierba baja convivir con los cardos borriqueros, con los jaramagos con sus florecillas amarillas, con los hinojos que nos servían para endulzar la boca con el zumo de sus dulces tallos y, sobre todo, con las ortigas, tan calladas y aparentemente pacíficas, que semejaban inocentes plumas de pavo verde.

 Mientras esas cándidas ortigas podías esquivarlas, a veces,  sin padecer dolor alguno, las del Paseo sí que picaban de verdad y ésas eran en ese momento insalvables. Mi ánimo estaba bajo y me sentía desencantado conmigo mismo.Amargaba mucho la decepción. Era una bebida extremadamente agria.

 Tan abstraído me encontraba sumido en esos negros pensamientos que tardé en darme cuenta de que ya estaba anocheciendo y miré el reloj. ¡Jopé, que empieza la película!, me dije-, y de un brinco me incorporé y me bajé raudo hasta el cine Carrera. Allí estaban mis amigos y también mi mal de amores (Dolores).






Algunos amigos me decían: ¡Ánimo, Luis! ¡Gracias quillo!, respondía yo. Una amiga también vino a animarme. ¡Gracias quilla!

¿Vi la película? No creo. Aunque todo aquel dolor tenía un nivel soportable, pues no había compromiso entre ambos y, por consiguiente, como diría Felipe González, obligación de nada y a nada.

El tiempo pasó y como canta Gloria Lasso en “Luna de Miel”: “Yo sé que el tiempo es la brisa que dice a tu alma…,” la herida se fue secando.

Habiendo sufrido aquella inexistente derrota, seguí mi vida de siempre y, aunque la veía de vez en cuando, me abstuve de volver a las andadas, pues no quería que me mataran dos veces.


Y ahora, después de esta primera parte, me hago a la idea de que he salido del paseo, cansado y harto de pipas, con la boca seca, me dirijo a la fuente del Paredón a calmar mi sed y me voy para el cine Carrera a ver lo que pongan9.
                   Zaragoza, 9 de febrero de 2018



Notas:

1.      Cuando escribo que adquirí conocimientos que en la vida me ayudaron muchísimo, no me refiero al concepto grandilocuente de saber mucho, sino a los que me aportaron una base cultural suficiente para mis necesidades y, además, a “tener conocimiento”, a ser responsable de mis acciones.
2.      Me hacía gracia aquello de dormir a pierna suelta, jamás se me hubiera ocurrido atarme la pierna a la pata de la cama. Dormía bien hasta que salí del pueblo y tuve que hacer frente a turnos larguísimos debido al servicio militar. Entonces daba igual que fuera noche o día para dormir o no, según pudiera;  siempre tocaba poco. Teniendo mi conciencia tranquila, tuve la mala suerte de perder, poco a poco el sueño reparador que todos necesitamos. No hay medicina ni potingues en el mundo que pueda sustituirlo. Sin deber nada a nadie, salvo al banco, me acostumbré muy a mi pesar a estar en estado de permanente vigilia.
3.      Siempre repito lo de la ausencia de tráfico. Eran unos tiempos en los que lentamente aumentó el número de vehículos y fueron ocupando espacios en todos los lugares, sobre todo en la zona del Llano. Por entonces podíamos utilizar el muro de la Torre de la Parroquia como un frontón. Mientras unos jugaban, otros permanecíamos sentados en la base de la “Farola Solitaria” que sigue en su sitio, aunque con un pedestal mucho más bonito. El antiguo nos permitía sentarnos. En aquella cara de la torre también ponía Expósito las cañas de azúcar, creo que por Semana Santa. Un duro debía costar las tres redondelas de cobre casi negro con ribetes de cardenilla debido al óxido. El que clavaba una redondela en una caña, se llevaba.
4.      Sobre el asunto del fútbol no quiero olvidar a una persona imborrable. Hablo de Gabriel Luchana. Tenía tal pasión por el Real Madrid, que se reflejaba en su rostro la infinita alegría o la profunda pena, según fuera el resultado del partido. Nunca hablé con él, lástima, pero siempre pensé que si los sentimientos y el grado de adhesión a alguien o a alguna Institución (R. Madrid) se convirtieran en oro puro, no habría báscula en el mundo para pesar su dichosa carga. Un reflejo hermoso de su alma encendía su rostro, para bien o para mal. El bueno de Luchana que reía y gozaba cuando El Madrid ganaba, y cuando perdía, lloraba y sufría.
5.      El chiste sobre Pío XII: Se contaba que cuando aquel Papa falleció fue al cielo, como no podía ser de otra manera. Una vez en la entrada de la Gloria tocó la campanilla que colgaba de la pared. Se oyó la voz de San Pedro que, de mal humor, preguntó ¡¿Quién es!? Pío, respondió el interesado ¡Aquí no queremos pollos! Dijo S Pedro ¡No, no soy un pollo, soy Pío doce! S Pedro, con voz alarmada, respondió ¡Buffff, no queremos pollos y menos por docenas!. Es un chistecillo tontorrón, pero entonces daba el pego y era tan tontorrón como ahora.
6.      Por entonces no había “guasap” ni notificaciones. Todo esto viene de las nuevas tecnologías. Lo que ocurre es que los guasap de entonces se llamaban telegramas. Una canción muy famosa por entonces e interpretada entre otros por los 5 Latinos, se titulaba “Un Telegrama” y en su letra figuraba lo siguiente: “Antes de que tus labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía. Porque con tu mirada tu me mandaste un telegrama…..” O sea, siendo diferente es lo mismo.
7.      Mis amigos recordarán conmigo los dos paseos que realizamos a la Estación. Cuando El Cordobés se hizo famoso fuimos al bar “Casa Conejo”, situado, más o menos, donde Nicolás tiene su Hostal. En aquel establecimiento vimos hacer “El Salto La Rana” y otras lindezas que hicieron de Manuel Benítez un afamado torero y al que le compusieron un pasodoble que aún recuerdo.
8.    Dos ciudadanas norteamericanas estuvieron acodadas donde yo me senté. Fue una tarde en que las acompañamos. Ya escribiré sobre cómo se presentó aquel momento.
9.    ¡Sería fantástico poder utilizar la moviola y darle a retroceder… y a Play! La moviola, invento al que dieron uso en la televisión, permitía rebobinar y volver a ver jugadas interesantes de los partidos del domingo. Los lunes podíamos verlos. Las personas también tenemos nuestra moviola, los recuerdos. Era más precisa la electrónica.












sábado, 11 de febrero de 2017

Breves historias de mi vida en Luque (continuación)


     

En Marbella


 Por aquellos años, los amigos solíamos realizar varias excursiones1 por los alrededores del pueblo cuando teníamos tiempo libre, fines de semana o vacaciones. Entonces era costumbre encontrarnos en el Llano o el terraplén. Allí decidíamos el destino que íbamos a emprender, aunque tampoco había que planificar mucho. Sólo un pretexto bastaba para fijar el lugar. Para ir a Marbella o a otros lugares, sólo necesitábamos la excusa de ir a coger allozas siempre en primavera o por otros motivos en otras épocas. Entonces tomábamos la carretera de Zuheros buscando almendros y, casi sin darnos cuenta, nos encontrábamos en el cruce del camino que lleva a aquel maravilloso manantial. El momento escogido del día para pasear eran las mañanas o las tardes (antes o después de almorzar), ya que no podíamos faltar a comer, hecho este que preocuparía a nuestras familias y nos provocarían problemas sobreañadidos, que podrían menoscabar nuestra libertad de movimiento por aquellos lares. No creo que en ningún momento nos hubiéramos pronunciado al respecto por esa cuestión, no era necesario. Lo sentíamos, hablo por mí, como algo instintivo, que nos llevaba a respetar las normas familiares.

La primera vez que fui a Marbella debió ser en la primavera de 1961, en marzo o en abril, es decir, en una época ya de clima agradableÉramos aún unos chavales, porque  íbamos ataviados con  pantalón corto. El camino que nos conducía allí nos ocultaba la belleza del lugar hasta pasar la última curva a la izquierda. Entonces se abría a nuestros sentidos todo tipo de sensaciones: el rumor del agua y la visión de tan maravilloso edén. En el centro del nacimiento de agua, había una serie de piedras planas a modo de plataformas, que parecían isletas, donde casi siempre podían verse varias mujeres con sus tablas de madera lavando ropa. En el vértice de la curva, a la derecha, se alzaba un manzano y una caseta de obra donde debían guardarse los aperos de labranza.





Por una vereda, que se hallaba a la derecha del camino, pasábamos a los huertos sin que pudiéramos apreciar el límite de aquella amplia extensión de terreno de una riqueza y colorido exuberante. Por toda la zona, encontrábamos“caballones”, que no eran otra cosa que rectángulos abiertos con una pequeña boca, por donde entraba el agua cuando regaban. Eran las trampillas que comunicaban con el canalillo de riego. Ver esparcirse el agua en el huerto y seguir el recorrido marcado por los caballones era un espectáculo para mí. Cuando comenzaban a inundar la tierra, las primeras aguas parecían lentas, como si se pararan un poco pensando dónde ir; el nivel del suelo las encarrilaba y avanzaban por aquellos estrechos carrilillos para filtrarse en la tierra poco a poco hasta dejar una mancha húmeda. Las semillas tenían ya suficiente para beber y crecer.



En esta época fue la primera vez también que estuve en el Vadillo, Vajíllo, Vahíllo, Bajillo2 o como se llamara, un topónimo muy utilizado por nosotros, del que nunca me preocupé de saber cómo se escribía. Imagino que debía ser “Vadillo”, ya que se trataba de un vado o lugar para cruzar el arroyo que por allí pasaba. La razón era que su recorrido se desarrollaba por un  cauce más o menos profundo y no era tan fácil pasar al otro lado del terreno, sobre todo para el que llevaba bestias. En el Vadillo lo que el arroyo perdía en profundidad lo ganaba en anchura, de forma que podíamos estar en medio del agua porque nos cubría sólo hasta los tobillos y, con los zapatos en las manos. Allí mirábamos atentos si bajaban peces o cualquier otro tipo de alimañas. Aquel era un lugar paradisíaco. Las dos riberas del arroyo estaban jalonadas por altos árboles  que, con sus  frondosas copas, que se unían en primavera, proporcionaban una sombra muy agradable. En ellas se cobijaban numerosas especies de pájaros, cuyos trinos no cesaban, amenizando melódicamente nuestra estancia allí. Entre las hojas se filtraban algunos rayos de sol que le daban colorido y alegría a aquel lugar. Recuerdo que en una de esas visitas de tobillos mojados, alguien gritó que por el agua bajaba una culebraAquel grito fue como una alarma general que a mí particularmente me provocó mucha inquietud y puse mis cinco sentidos en el cauce para tratar de localizar alguna que pasara junto a mis pies. En realidad, todos nos aprestábamos a buscar el dichoso reptil nadador, pero tengo que reconocer que lo hacíamos algo acongojados y que nunca vi ninguna culebra, pero alguno de mis amigos sí dijo haberla visto.

Recientemente se lo pregunté a nuestro amigo Antoñin el Socatillo (Antonio Martos) en una de sus visitas a esta ciudad donde vivo ahora. Saqué a colación el tema de las culebras pensando que mi memoria me podía confundir y jugarme una mala pasada y que lo de las culebras podría haber sido un engaño de mi imaginación; sin embargo, no fue así. Antoñín me confirmó que había bastantes culebras en aquel lugar, aunque yo nunca viera ninguna.

En esos paseos por Marbella, otro de los lugares que acostumbrábamos a visitar era el huerto de Miguel, primo hermano, creo, de nuestro amigo Miguel Ángel Jurado Malagón. En temporada de frutos y durante las visitas vespertinas, merendábamos allí con los tomates, pepinos, y todo lo bueno que daba la huerta. Miguel era un buen amigo y nos ofrecía los mejores manjares que tuviera. Las meriendas eran sencillas pero inigualables: hortalizas, aceite, vinagre y sal, ¿qué más podíamos desear?


(En Marbella. De izquierda a derecha, José PérezOrtiz "el Rubio", José Jiménez Ordóñez, Antoñio Arjona Ortiz. En cuclillas, José Arjona Ortiz y Luis Gil Amores)

Cuando regresábamos al pueblo, el postre lo cogíamos directamente del manzano al que me refiero anteriormente, que se hallaba junto a una caseta de obra. Las manzanas que “mangábamos”, una "per cápita", eran para auto-consumo. Con ellas nos refrescábamos y endulzábamos la boca y eso nos ayudaba a subir con más vitalidad y optimismo la pronunciada pendiente del camino de tierra que desemboca cerca del pueblo y converge con la carretera por donde entra actualmente el autobús, en la misma Cruz de Marbella.



              Burros enteros de cuatro patas


En mis primeros meses de estancia en Luque fue cuando escuché por vez primera la palabra  “Capaores”. Debió de ser alguno de los compañeros de la escuela del Maestro de El Algarrobo, que se hallaba entonces en la calle El Prao, el que nos la dijo. Esa palabra, nueva para mí, rechinó entonces en mis oídos y estuve un tiempo dándole vueltas a la cabeza pensando qué podría significar aunque, obviamente, la asocié con el verbo 'capar' sin estar muy seguro de ello. Por eso, le pregunté a un compañero y amigo, Manuel Castro R., por el alcance de aquel significado. Él me explicó que los capaores iban todos los años a capar animales, es decir, a“desactivar” a los machos y hembras, con el fin de que no pudieran reproducirse. (¡Bueno!, estas son unas palabras más suaves que las que solíamos manejar). De todo animal con capacidad de perpetuar su especie, o sea, no capado, se decía que estaba “entero”.

 Castro, en uno de sus golpes cachondos, me preguntó sobre si yo estaba entero. Tras dudar un momento y, como no notaba que faltara nada en mi cuerpo, le dije que creía que sí, pero lo hice con una sombra de duda, inseguro. Aquella respuesta fue motivo de chanza y diversión, porque se dirigió a los demás colegas y gritó aquello de “¡Luis no está entero!”, repitiéndolo varias veces. Yo también me reía, participando de aquella juerga en la que, sin querer, era el protagonista.

En Luque, que yo supiera, había dos burros que mantenían sus atributos intactos. Uno ejercía de semental, –el burro padre de la fábrica de la calle Alta-; el otro tuvo la desgracia de no haber sido castrado y su actividad sexual era nula, pero su vigor lo demostraba cada vez que alguna burrilla se ponía al alcance de su olfato y/o de su vista. Éste no era otro que el burro de Changanilla.

Respecto al primero, recuerdo que un día, al regresar de Marbella, tras subir el polvoriento camino que discurre paralelo a la carretera que da a Zuherosy llega a la Cruz, vimos que al lado de la fábrica, en una ligera pendiente, ocurría algo extraño. Nos acercamos al lugar donde ya se encontraba un matrimonio de mediana edad, que también había subido de las huertas. La mujer iba montada en una borriquilla.
La escena era la siguiente: una yegua, sujeta por las riendas, esperaba a que le hicieran algo. De la era/cuadra de la fábrica, salió el borrico padre quien, al ver a su amada, comenzó a manifestar sus alegrías. Tras ponerlos paralelos y darle una vuelta alrededor de la hembra y consiguiente restregón lateral, el burro desplegó toda su artillería.

Una vez llegado a ese punto, el mamporrero, con una asombrosa habilidad, hizo que el hilo quedara ensartado en el ojal de la aguja. El borrico apretó sus patas delanteras contra las costillas de su montura y alargaba el cuello como si quisiera tenerlo semejante al de una jirafa para, quizás, susurrarle al oído algunas frases de amor o alguna picardía. Tras unos segundos de infinita pasión, le echó un pespunte y se acabó lo que se daba. El macho se bajó. Arrogante y presuntuoso miraba a la concurrencia y parecía decirnos: ¡¿Veis qué faena acabo de hacer!?

 Una vez terminada su función, enseguida lo metieron en su corral. Así discurría su vida entre el aburrimiento y el placer. Los comentarios respecto a esta actuación fueron muchos y variados. La señora mayor le decía de vez en cuando a su marido: “¡Vámonos de aquí, que luego en casa, no hay quien te aguante!”. En otra ocasión llegamos justo en el que la "función" había terminado.


Pasados unos días, fuimos a visitar a aquel macho Alfa, que se había convertido en nuestro héroe. Nos encaminamos a la fábrica y buscamos un muro bajo, de la parte posterior, que da al Calvario. Por su escasa altura nos permitía ver el interior del recinto. En medio de una explanada, parecida a una era, se erguía aquel portentoso macho. De pie e inmóvil nos mostraba su elegante figura. Era esbelto, de pelo blanco grisáceo, con aire de pertenecer a una familia de rancio abolengo2: un “aristoburro”. Su aspecto general  lo hacía brillante, deslumbrante, con una mirada  cautivadora. De su hocico salían unos rebuznillos delicados y seductores a la par que movía sus orejas y jopo con suavidad y simpatía manifestando sus ganas de jugar. Juguetón y graciosillo así era el semental, un prodigio de la naturaleza, que reunía todas las condiciones para que las yeguas lo desearan como pareja o las más viejas, como yerno. Era el BURRO número uno entre los burros, el burro Alfa. Tan bello que el caballo de Calígula a su lado podría parecer el mismísimo borrico de Changanilla.

 Aquel extraordinario ejemplar nos miró con desdén, dijo algo que, traducido del idioma “burril” al castellano, debía significar: “¿¡A qué habéis venido aquí, pandilla de pajilleros!? Ya os conozco, os vi el otro día cuando ejecutaba mi trabajo que, por cierto, fue una magnífica actuación y lo sabéis”. Giró a la izquierda y entró en el lugar que debía ser su comedor/dormitorio, sin despedirse siquiera.


 El otro burro entero no era sino el burro de Changanilla, que, por no haber sido capado, en sus atributos llevaba su pena y su condena. Este burro era muy conocido y querido en el pueblo. De los muchos espectáculos protagonizados por él, que tuvimos ocasión de ver, me quedo con el de la fuente del Paredón.


Sobre el mediodía de un día de verano caluroso, estábamos en la Plancha, en el banco de piedra, que se encontraba a la izquierda según se entraba, bajo un árbol, cuya sombra se proyectaba a aquella hora casi por todo aquel asiento. Allí nos reuníamos muchas veces un grupo de amigos, casi todos compañeros de estudio: Rafa, Castro, Toleo, Alfonsillo, Rafalín Navas, José Mari, los Aledo, los Letris, Antoñín  Arjona  y otros que no recuerdo. No es que todos los nombrados coincidiéramos los mismos días ni a las mismas horas, siempre fallaban unos cuantos, yo entre ellos, pero aquel era un buen sitio para cobijarse del ardiente sol en un día de verano o, por lo menos, caluroso. Además, a mí me gustaba mucho oír el rumor del agua de la fuente. Era un sonido que me abstraía. Me  gustaba centrarme en sus cambios de tono, ya que variaba según estuviera el líquido cayendo sobre las piletas o se estuvieran llenando cántaros.


 La fuente del Llano, llamada Fuente de la Libertad, aunque yo por aquel tiempo ignoraba ese nombre, tenía adosado un pilón con las paredes interiores cubiertas de capas de verdín. Aquellas plantas llegaban a tener unos filamentos tan largos que parecían cabellos que se estiraban cuando la corriente de agua aumentaba y se retraían al llenar cántaros. Aquel maravilloso rumor duraba las 24 horas de todos los días. Transmitía paz, frescura, descanso.

Otro elemento que recuerdo muy relacionado con la fuente era el tábarro, aquel bicho volador e “hinchahuevos” (solíamos expresarlo de otro modo más ordinario). Con su ágil vuelo saltaba de un lado para otro y se posaba muy cerca de nosotros, puesto que la humedad, la sombra y el verde jardincillo eran un atractivo para aquellos insectos. A pesar de su insignificancia y “vestimenta de presidiario”, a rayas amarillas y negras, eran unos animalillos que suscitaban inquietud en muchas personas. Casi nadie los quería cerca; no nos fiábamos de ellos, pero tampoco nos íbamos cuando estaban cerca. Era un modo pacífico de convivencia en el que lo principal era dejar bien claro aquello que le decía el paciente al dentista, cuando lo agarraba por cierta parte de su cuerpo: “¿A que no nos vamos a hacer daño ninguno de los dos?”

Un día vimos que a la fuente del Paredón llegó un hombre con una borrica que llevaba en su lomo unas “aguaeras” para  cuatro cántaros. Aquel hombre comenzó a poner aquellas grandes vasijas sobre las piletas de la fuente. Todo discurría tranquilamente hasta que se oyó  una voz que decía: “¡Adiós, la que se va a liar aquí!”.Todos miramos para la calle La Fuente y vimos, alarmados, que venía el borrico de Changanilla, a punto ya de llegar a la altura de la Plancha.

Este macho, en cuanto advirtió la presencia de aquella burrilla, aceleró el paso y Changa, a duras penas lo frenaba con las riendas. El burro perdió la razón, se volvió loco al tiempo que su “lanza” se desplegaba. La burrilla se puso inquieta; el borrico, fuera de sí, que parecía no sentir el freno que llevaba en la boca, era un proyectil disparado, imparable. Sus ojos tenían una mirada casi humana; su desesperación llegaba hasta el paroxismo. A veces parecía suplicar: “¡Dejadme un poquito, por fi!”

  Llegó un momento en que, al no poder acceder a su hembra deseada, la tensión de la cuerda que lo sujetaba era máxima y parecía que se iba a romper y provocaba que se levantara de los cuartos delanteros cual caballo encabritado. La aguja de su brújula lo mismo apuntaba hacia Morellana, hacia el Castillo, hacia la calle La Fuente…, a todos los puntos de la Rosa de los Vientos señaló con su instrumento. El dueño le daba palos por todos lados, hasta por la aguja “brujulera”. Así, a base de golpes, poco a poco se fue volviendo a la calma.

Esta escena me dejó conmocionado, impresionado. Nos reíamos del hecho que acabábamos de presenciar, pero en mi interior me solidarizaba con el burro, sentía algo de tristeza por la frustración sufrida. Creo que mis compañeros pensarían de modo parecido, porque nuestra risa no era muy auténtica. La parte del genoma que es común a burro y hombre nos hermanaba, la empatía era casi total.

 Posiblemente, cuando nos llamamos “burro o borrico” unos a otros, debe ser porque a veces predomina en nosotros la parte “burril” sobre la humana. Desde siempre se ha hablado mucho del borrico o burro de dos patas. Los más cultos suelen decir “asno”, pero, bueno, no estamos muy lejos y, entre burros, tampoco hay que andarse con finezas.

El borrico de Changa era un animal entrañable, trabajaba todos los días, recorría casi todas las calles en una jornada normal para él, que parecía interminable. Al anochecer, pienso, debían meterlo en su cuadra y allí podría comer paja con, quizás, unos granos de cebada. Con suerte podría encontrarse una gorda cucaracha en el pesebre que, confundida entre la paja y algún granillo de cereal, debía saberle a gloria, sería como un “moncherí” para un borrico bípedo.

En fin, que aquellos dos animales también convivían con nosotros, cada uno en su ámbito; cada uno con sus glorias o sus penas formaban parte de nuestro paisaje, sobre todo el de Changanilla por la frecuencia con que lo veíamos; el otro, el de la fábrica, imagino que solamente salía de su espacio reservado para procrear y, finalmente para ir al matadero. De sus carnes, pudo salir un rico salchichón, aquel embutido de color rosa, salpicado de motas de un blanco sucio y de granitos de pimienta. Parecía carne y tocino, crudos y picados, de burros más o menos sanos. ¡Cualquiera sabe de qué hacían aquella medio repugnante mezcla, embutida en un trozo de tripa!



Globitos


En algunos de mis escritos publicados con anterioridad, me refería a la tranquilidad que reinaba por las calles de Luque. La práctica ausencia de coches permitía que, por ejemplo, las cuatro esquinas se constituyeran en una especie de foro, de punto de encuentro. Lo mismo cabe decir de otras calles: Velesar, PraO, Alta, la Fuente, etc. Por el Llano, además de los taxis de Agustín y Rafalito, pasaba el coche de línea, vamos, el bus y alguno de los pocos Seat 600 que comenzaron a llegar al pueblo. Creo que Rafalito el de la tienda tenía un Renaul Ondine, coche conocido como “El coche de las viudas”, por su supuesta propensión a los accidentes debidos a su inestabilidad. Solía estacionarlo frente a la plaza del mercado bajo un árbol que ya no existe y del que ya narraré otra historia.

Con este preliminar quiero destacar que cualquier variación en lo acostumbrado a ver cotidianamente llamaba mucho la atención. Cualquier forastero que anduviera por las calles era una peculiaridad.  Uno de esos casos se debió a “Globitos”.


Junto a la fuente del Paredón vimos un día a un hombre joven, que debería tener entre veinte y mucho y treinta y pocos años. Era bajito, de cabeza casi esférica, pelo ensortijado, grasiento y aplastado contra su polo norte, tez morena, ojos negros y mirada inquieta y pícara. En el polo sur su cabeza descansaba sobre la peana de su cuello y hombros –como la de todos-. Vestía ropa vieja y algo sucia. En una de sus manos portaba una especie de caña o palo donde llevaba sujetos unos globos, de ahí el apodo con el que lo bautizamos. No hablaba mucho. Le hacíamos preguntas y casi siempre, en vez de palabras, respondía con sonrisas o con un sí o un no. Lo que sí nos dijo era que se hospedaba en “La Posá de Cañete”. Siempre llevaba un cigarro en la boca, observaba mucho mientras reía y giraba la cabeza en todas direcciones. No perdía detalle de lo que había y ocurría a su alrededor.



Lo que nunca supimos es cómo llegó Globitos al pueblo. Quizás viniera caminando o enganchado detrás de un camión -por entonces se veían algunas veces a personas que viajaban así. Aquel hombre joven no tenía pinta de haber venido en el coche de línea porque no debía tener dinero. A pesar de su rara forma de ser y de su aspecto, Globitos nos cayó bien. Un día o dos más tarde de su estancia en Luque, nos enteramos de que en la posada habían sustraído la cartera a un huésped. Más tarde supimos que el sospechoso no era otro que Globitos, al que detuvieron. Sobre las tres de la tarde de aquel mal día para él, me encontré en las Cuatro Esquinas con Ramoncillo. Llevaba una fiambrera grande y una cuchara, servilleta y quizás un plato de loza blanco. Le pregunté que adónde iba; me respondió que “a la cárcel”, a llevarle un plato de cocido a Globitos. Nunca había oído que en el pueblo hubiera un sitio de esos. Total, que lo acompañé. Yo iba algo cohibido y con temor por llegar al lugar de destino, pero, finalmente llegamos y vi que se trataba de una casa de la calle Los Álamos. Una de sus habitaciones, con una ventana a un patio, era la “celda” donde lo tenían encerrado.



Cuando el encargado abrió la puerta y “el preso” vio el regalo de la comida, se le iluminaron los ojos como dos ascuas al rojo vivo. Jamás vi comer a nadie con las ganas que mostró. En cuanto tuvo el recipiente a su entera disposición, prescindió de la cuchara y sin más preámbulos, se bebió la sopa y demás alimentos sumergidos en la misma. En un instante terminó el condumio. Esa misma tarde, creo, la Guardia Civil lo llevó a Baena para ponerlo a disposición del Juez de Instrucción.

Es cierto que ignorábamos cómo llegó Globitos a Luque; sin embargo, sí supimos con certeza cómo se fue.


Muchas veces me pregunté sobre la actividad de Globitos en Luque. Que era un descuidero se encargó él mismo de parecerlo. La venta de globos parecía no tener justificación porque, en su breve estancia en el pueblo (2 ó 3 días), no hubo festividades de ningún tipo, ni siquiera un fin de semana. Yo era demasiado joven para deducir que no me cuadraba aquel negocio; eso le pensé pasados ya unos años. Cuando me fui de Luque, cavilaba en muchas sobre cosas que me había dejado atrás, entre ellas se encontraba este curioso personaje. Mis reflexiones giraban en torno a la venta de aquellos globos que, supuestamente, no iba destinada a los niños. Por entonces la sexualidad, en lo que a hablar sobre ella de una forma abierta, era un tema tabú.

¿Los vendería a los adultos para que pudieran preservarse de algo que solían hacer y, así, evitar situaciones embarazosas? ¿Los vendería sueltos o en paquetes, como se vendían los celtas cortos y otras marcas en el estanco de Rabadán y quioscos de Rosario y Manolo? Una peseta = 4 celtas – 5 duros =  5 globos.

Las familias numerosas abundaban. Había métodos naturales, pero aquellos no debían bastar. Hablo de remedios que dependían del conocimiento, la actitud y voluntad de los intervinientes en el momento en que culminaba cualquier actuación sobre este asunto tan comprometido y placentero. Tal vez por ignorancia, conocimiento defectuoso, incapacidad para renunciar al final de los momentos cumbres, etc…, podría haber fallos en los sistemas. Algo no carburaba.

Me refiero a las siguientes opciones:

Método Ogino.- Entre el desconocimiento y los errores en el cálculo de fechas, aquel método era un coladero. Me resulta raro pensar en errores de cálculo, nosotros que utilizábamos un sistema de medidas verdaderamente genial. Me refiero al sistema de nombre tan español como es “A ojo de buen cubero”, de cuya exactitud no cabía la menor duda.

Coitus interruptus o marcha atrás. Esto sí lo entendíamos bien (me refiero a la teoría). Hacía falta una determinación y/o voluntad de no apurar la jugada, pero siempre se cometía penalti y… ¡gol!

Adminículos. Puede ser que oyera a nuestro amigo Antoñín el de la farmacia hablar de semejante palabreja, de la que entendía solamente sus dos sílabas finales, tanto en singular como en plural. Pasaron unos años y aquel término aparecía y desaparecía de mi memoria (como si del Guadiana se tratara), hasta que un día miré el diccionario de la RAE y comprobé que entre las varias acepciones que tiene, una de ellas es preservar. De preservar a preservativo solamente sobra una “r” y falta una “t”.

Respecto a nuestra experiencia personal en esos asuntos, tengo que decir que éramos “practicantes solitarios en primer grado. Con la edad nos vamos desarrollando y, cuando llegamos a la pubertad, comienza a funcionar una de las tantas partes de nuestro organismo que despiertan a la vida, aunque yo creo que siempre estuve despierto. Me refiero al sistema reproductor que, mirándolo bien, se manifiesta igual que el funcionamiento de una olla exprés.





La olla exprés, dotada de un pitorro  y una pesa en la tapa, llena de agua y algo más y puesta al fuego, comienza a acumular calor, y más calor, y venga calor. Llega un momento en que produce vapor, la presión sube y sigue subiendo. Por el pitorro comienza a expulsar el exceso de agua gasificada, levanta la pesa y ésta comienza a subir y bajar al tiempo que gira locamente. Así se iba cociendo la comida, así se iba disparando la libido en los cuerpos de todos, adolescentes y adultos. Finalmente, con la mano, siempre la mano, se quitaba la dichosa pesa y salía un chorro de vapor proyectado hacia delante y para arriba.


       
  Momentos concretos sobre vapor y la sinfonía de “El Pájaro”


Entre nuestras zonas preferidas, como ya he relatado en otras ocasiones, estaban la Cueva de la Encantá3 y La Pedriza. Lo mismo bajábamos a las entrañas de la primera que subíamos al lomo de la segunda. La cueva era el sótano y el lomo hacía de ático. Recuerdo que arriba, en aquella meseta, las puntas romas de las rocas sobresalían formando pequeños islotes y, entre ellas, espacios de tierra donde crecían jaramagos, cardos borriqueros, ortigas, margaritas pequeñitas y color azafrán, etc... en lo que a la flora se refiere. Hormigas, escarabajos, cochinillas, arañas, lagartijas..., entre su fauna.







Sobre aquellas piedras nos solíamos sentar como los indios de la Tribu del Pinzón (Ortan Chibri -chíviri4). Allí hablábamos, fumábamos y reíamos. Aún vestíamos pantalón corto. Tendríamos unos 14 ó 15 años. Una vez uno de nosotros hizo como que se levantaba (fue un movimiento raro y rápido), su mano pareció que se la llevaba al bolsillo y volvió a sentarse. Cuando lo vimos, nos quedamos de piedra. Aquel compañero tenía “su pájaro” en la mano. Nos explicó que iba a utilizar aquello para que viéramos cómo se interpretaba una especie de sinfonía de Flauta Bartolera (En recuerdo a Bartolo el de la Flauta). Aquella pieza musical se podía titular “La sinfonía del Pájaro loco”. Estábamos algo desconcertados porque aquello no se nos habría ocurrido nunca, ¡digo yo!, a ninguno del resto de los presentes, no parecía ni el sitio ni el ambiente apropiado para tocar la flauta. Expectantes esperamos a que comenzara a manejar su batuta. Tras afinar sus notas con una maestría y habilidad sin parangón, aquel amigo se centró en lo que él consideraría iba a ser una obra de arte. Con rapidez se puso a ejecutar la melodía. La pesa de la tapa de su olla estaba loca, moviéndose al ritmo que él le marcó. Así, enseguida, llegó al momento del desenlace y el vapor de sus notas musicales se proyectó hacia delante.Todo quedó quieto, en silencio, era como si no se movieran ni las primillas ni los grajos, como si el  planeta hubiera enmudecido.




 Con uno de los testigos de aquella interpretación tan procaz, lo he hablado en alguna ocasión. Nos hemos reído bastante de aquella ocurrencia y nos hemos preguntado acerca de cómo pudo suceder aquello. Pero debió gustarle, porque días más tarde volvió a repetir la misma música machacona.

El nombre de su acción es el de hacerse algo que se llama como un trozo de tallo de cereal seco, segado y trillado, que comen las bestias.

Este amigo/“testigo” era muy elegante en cuanto a esas denominaciones se refiere, solía llamarlas “gallarda”, expresión más culta, más fina y menos agresiva.

Estas solitarias actuaciones deben provenir de Adán cuando en el Paraíso se hartó de manzanas. Se comió la serpiente con la manzana en la boca, miró a su “Costilla” y también debió devorarla. En fin, que fue el precursor de todo lo relacionado con estas armas tan poderosas como son las tentaciones sexuales. Guerras y crímenes de todo tipo se han producido guiados por el fuego de la pasión o por las bajas pasiones. No quiero olvidarme de lo emocionante que debía ser vivir en Sodoma y Gomorra.



NOTAS
Nuestras excursiones a Marbella eran muy frecuentes. Unas veces las planificábamos en cinco minutos, otras se debían a una causa indirecta, coger allozas por poner un ejemplo. Nos dábamos buenos atracones de almendras verdes con el consiguiente dolor estómago. Recuerdo un empacho de allozas que me propició un tremendo dolor de tripa. Creía que iba a morirme. ¡Anda que no di vueltas por la acera que une la Torre Parroquial con la que fue la Oficina de Correos! Eso me sucedió al regreso de un paseo “almendrero”. Cogí tal empacho de allozas que, quizás, sulfató para siempre mi sistema digestivo.

Como hablo de excursiones, paseos a algunos lugares, no quiero dejar de mencionar algunas que siguen presentes en mi memoria. Cuando estudiábamos en la Aurora, solíamos dar paseos durante las tardes. Aunque no lo hacíamos siempre, recuerdo algunos y a las personas con las que paseaba.

 Una tarde fuimos a Zuheros y dimos una vuelta por aquel precioso pueblo. Como no había problemas con el tráfico, campábamos a nuestras anchas por la carretera, teniendo en cuenta las precauciones que tomábamos en las curvas cerradas que hay saliendo de Luque por la calle La Fuente, y otras que había más adelante.  Quiero recordar a algunos de los que venían: Pedro Caballero, Isabel Navas, la hija de un brigada, que era alta y fuerte, Estrella y Timoteo, quizás ya fueran novios por entonces, Mercedes Ontiveros, Paqui Calvo, Marcelino, El Rubio, Antonio Arjona…
Otros veces nuestros pasos nos llevaban al Patín y desde allí a la Pata o a la Fuente de la Reina. Estábamos casi los mismos que en paseo a Zuheros. Allí saltábamos altura. Recuerdo a Pedro Caballero que, cuando yo saltaba, se reía de un modo muy socarrón. ¡Buenos ratos fueron aquellos!

2 “de rancio abolengo” lo escribíamos en los dictados del Maestro. Me gustaba aquello, sonaba bien.

Cueva de la Encantá. Aprovecho estos interesantes recuerdos maniobreros para recoger uno de los momentos más graves de la historia de la Humanidad, que llegamos a vivir en el año 1962.En octubre de aquel año, los americanos detectaron que en Cuba los rusos estaban montando plataformas de lanzamiento de misiles. Vivíamos, sin darnos cuenta, en un mundo que ya se había quedado pequeño. Las armas nucleares habían determinado un antes y un después en el planeta que habitamos. La destrucción masiva ya no era ficción. Hiroshima y Nagasaki habían sido bombardeadas con sendas bombas atómicas. Los rusos, por los años 50, construyeron otra bomba mucho más destructiva: la bomba de Hidrógeno o bomba “H”. Kennedy ordenó el bloqueo de Cuba para evitar la llegada de material militar a la Isla. Hubo un pulso terrible entre americanos y rusos.¿Y qué tiene que ver este pasaje de la historia con Luque? La situación debió de ser tan extremadamente peligrosa que, sin comerlo ni beberlo, el mundo estuvo en trance de un terrible enfrentamiento. Recuerdo que yo tenía 13 años, estaba con mis amigos en la Ermita del Rosario, don Pedro el párroco habló en su homilía sobre lo que podía esperarnos. Nunca vi tanto miedo. Con mi edad tan temprana mis razonamientos iban paralelos a las ocurrencias que me venían a la cabeza, pues yo buscaba una solución para que nos escapáramos del horno en que podía convertirse el planeta y me decía: “¿Y si nos metemos todos en la Cueva de la Encantá?” Allí no habría peligro. ¡Qué ingenuo era! Por lo menos aquello me tranquilizaba.

Ortan chibri: así llamábamos a la canción de los scouts titulada "Ortan chíviri", que cantábamos mucho por aquella época.


Algunas fotos del pueblo son de la página de José Baena Moreno, www.enluque.es