jueves, 8 de junio de 2023

El petardo reumático

 


El petardo reumático

   En abril del pasado año tuve la suerte de encontrarme con mi amigo Francisco Aledo García. Testigo del encuentro fue Alfonso Molina Baena. Con ambos tuve la fortuna de compartir los estudios en la Escuela de don Francisco durante los cuatro años de principios de los 60.

 A Alfonso lo he visto todos los años que fui al pueblo, hasta 2018. Llegó el Covid y cesaron las visitas, se jorobaron los planes y, en cierta medida, las ilusiones casi desaparecieron. Poco a poco fuimos recobrando algo de normalidad, y el tiempo, como siempre, ejerció de ungüento que, sin sanar del todo, suavizan las heridas que tan inesperada plaga dejó. La tranquilidad de antes, como cristal, se fracturó en mil pedazos, a ver quién la recompone.

Con Francisco estuve el 3 de abril del 2022.  No nos veíamos desde hacía 52 años y poco más de un mes. En ese espacio vacío algunos amigos se quedaron por el camino. Su recuerdo permanece vivo. La muerte no es el final, pienso yo.

En un momento de la conversación Francisco me preguntó si recordaba un episodio carnavalesco que padecimos, sufrimos y nos llegó a acongojar. Se refería a un petardo de los que se suelen lanzar por carnavales y a “las dos mujeres”.

Le prometí enviarle un borrador sobre aquel inolvidable momento. Ya ha pasado más un de año y aún no lo he hecho. Le he mandado algún escrito al respecto, pero no consigo poner lo que deseo hacer constar, porque me extiendo mucho y me voy por las ramas.

 La idea

Un día sucedió que uno de los amigos se decidió a cortar parte del extremo del cordón de un zapato; deshilachado por rotura de las fibras, colgaba como un pingajo y resultaba feo.

Sin pensárselo dos veces procedió a darle una calada a un cigarrillo que fumaba y, con la punta al rojo (punta del cigarro), hizo un corte que ni el mejor cirujano hubiera conseguido.

La cosa no quedó aquí, después de haber tirado aquel apéndice notó que seguía oliendo a quemado, a humo, lo que equivale a que el cirujano no cerró bien la herida. Examinó el extremo operado y comprobó que la parte saneada seguía quemándose lentamente. De ahí caímos en la cuenta de que, aprovechando que no se apagaba, podíamos aplicarlo en alguna ocurrencia, por ejemplo: hacer explotar un petardo añadiendo a la mecha un poco de cordón que, para más datos, era de canutillo, porque al estar hueco, permitiría que la delgada mecha petardera encajase como anillo al dedo. Digamos que serviría de retardador y, con arreglo a la longitud que le diéramos, variaría el tiempo de espera.

 El inicio de las fiestas de carnavales venía precedido por el estallido de petardos. Algunos atrevidos prendían la mecha y lo arrojaban en cualquier sitio cercano a personas con la finalidad de sobresaltarlas, y lo lograban; no se escondían. También comenzaban a lucir las bengalas y unas tiras de cartón que llevaban adherida una substancia con forma de uña que, al frotarlas sobre una superficie rugosa: un adoquín, una pared, el suelo, etc., comenzaban a arder con sonoros chisporroteos (¿tal vez lo llamábamos pistones?). Más o menos ese era el catálogo para gamberros.

 La compra de los artículos

 Entrando en las fiestas carnavaleras conseguimos dedicar un poquito de nuestro escaso dinero, unas pesetillas, porque nuestras finanzas no daban para mucho. Nos dirigimos a una tienda que había por encima del carpintero Rosa (¿tal vez de Francisco?) era una especie de bazar que vendía muchos productos, entre otras cosas, armónicas, por poner un ejemplo, y artículos de carnaval: pirotecnia nivel adolescentes (poca carga de pólvora). Adquirimos un petardo y dos o tres bengalas.

El sacrificio era muy grande, porque por una peseta podíamos comprarnos 4 celtas cortos, 3 celtas cortos y un real de pipas, o mitad y mitad. Ya hablaré de los bolsillos vacíos.

 La preparación

 La mejor preparación es no tener nada preparado. Tiene sentido.

Quizás íbamos a realizar la prueba en un lugar donde no hubiera gente, tal vez en el terraplén, pero como decía el refrán: “el hombre propone y Dios dispone”, no sabíamos ni pensábamos qué tiempo haría llegada la ocasión.

 El carnaval se presentó lluvioso, bastante. Con aquello no contábamos, pero el deseo de llevar a cabo el experimento aquel nos empujaba a buscar lugares en los que pudiéramos hacer estallar el dichoso petardo.

Queríamos hacerlo en sitios abiertos, como era el terraplén, o la Pedriza, u otro lado donde no molestar a nadie y satisfacer nuestra curiosidad. Pero no era posible: lluvia persistente.

 Tal era nuestro afán que aprovechamos una pausa larga en aquello de caer agua del cielo, había escampado. Pensamos en una especie de cueva excavada que estaba situada en un recodo del camino de San Jorge. Allí no había nadie y estábamos a cubierto. Nos fuimos para allá. ¿Qué hora sería? En febrero, invierno, las cinco y media de la tarde estaba muy cerca de producirse eso que llaman “entre dos luces”, bien es cierto que el cielo encapotado agravaba la sensación oscuridad.

 Dicho y hecho, llegamos a aquel lugar en cuyo suelo solía haber partes de aparejos de los mulos además de otras cosas abandonadas. No era un buen sitio para meterse, pero era la único que teníamos, las prisas no son buenas consejeras.

 Comenzó a llover, descartamos el encendido del cohetillo en el interior (parecía que más que petardo era un barreno) y nos dedicamos a ir prendiendo las bengalas.

 Nos consolamos con ver aquella hermosa luz blanquísima que no paraba de soltar estrellitas que enseguida se extinguían. Aquello duró un minuto, tan efímero como el arco anaranjado que salían de las herraduras de los mulos cuando, en la oscuridad de la mañana, resbalaban al pisar las piedras de las calles.

 Poco más tarde salimos de aquella cueva, llovía bastante, pero no teníamos otra opción. Creo que se nos hizo muy largo el camino a casa, carecíamos de protección: un impermeable, por ejemplo. Nada, a pecho casi descubierto. Para pillar una pulmonía. Además, los impermeables no estaban en nuestro simple catálogo de vestuario.

 Empapado subí la calle Marbella hasta llegar a casa. Sentía los pies muy fríos y oía una especie de chapoteo dentro de uno de los zapatos, había entrado agua a través de una perforación que se había producido en la suela. Eché la culpa a la mala calidad del material que traían, ¿quizás cartón piedra con alguna capa de cuero? El quizás me dijo que las cosas, cuando se fuerzan mucho, se rompen. La culpa era mía.

 Sobre el sonido del pie ahogándose en el zapato mientras lo llevaba puesto, pasados unos años, descubrí que para oírlo no era necesario tener zapatos, calcetines ni agua; tampoco hacia falta estar de pie, ni caminar; las humedades, donde quieran que se produzcan, ocasionan igual o parecido ruido que el que oía aquella noche de pies helados.

 

La detonación del petardo

 Transcurridos unos días se estabilizó el tiempo, dejó de llover. Decidimos que había llegado el momento de salirnos con la nuestra: probar el cordón conectado a la mecha y esperar a ver si aquel invento del TBO llegaba a colmar nuestra insana curiosidad.

En la Carrera no se veía un alma, bueno, en la fuente de la Aurora una mujer se puso a llenar un cántaro.

Colocamos aquel artefacto en el suelo, en el ángulo que formaban la acera con la fachada, debajo de una ventana enrejada; prendimos el cordón y cruzamos la calle para ir a sentarnos en el escalón de la casa de uno de los que participaba en aquel experimento.

Estábamos los justos, y algo apretados, no venía mal habida cuenta el frío y la humedad que reinaba y la ropilla que vestíamos: una camiseta, un saquito, una rebeca y pantalón corto, calcetines y unos zapatos de material de aquellos que nos servían para todo. Era la calefacción del rebaño, expresión que, a raíz del Covid, se hizo popular: “Todos deben vacunarse para lograr la inmunidad del rebaño”, algo así.

 Miramos a la izquierda y vimos que, desde la zona del Reloj, una señora con un cántaro se dirigía hacia la fuente. Iba por la acera donde estaba el petardo; miramos a la derecha y vimos a la mujer de la fuente, que volvía con el cántaro lleno, caminaba en sentido inverso, en rumbo de colisión. La preocupación aumentó, casi pánico sentimos.

Cuchicheamos cosas como:” ¡A que se van a cruzar donde está el petardo! ¿Y si se paran? Nuestros temores se cumplieron al milímetro, en el mismo sitio y a la misma hora se detuvieron y comenzaron a hablar, y nuestro invento quedó junto a sus zapatos.

 El petardo no daba señales de vida, comentábamos alarmados: “¡Cómo explote se pueden morir de repente, o de pronto!” Estábamos muy apurados, muy tensos, muy acongojados esperando un estallido seco. Al momento se oyó una explosión medio fallida, de baja intensidad. Aquellas señoras se sobresaltaron un poco y centraron su mirada en nosotros, seguramente, además del sonido, olerían a pólvora quemada. En ese instante cada una siguió su camino. Un poco de sosiego vino a calmarnos, podía haber sido peor.

 La explicación que se puede dar sobre el fallo del petardo es que, como la humedad ambiente era muy alta, penetra todos los tejidos que alcanzan, y lo mismo que a un reumático le duelen los huesos, al petardo aquel, durante tantos días de lluvia, se le fue humedeciendo la pólvora y perdió la efectividad de una carga seca. O sea, que lo que medio explotó fue un petardo “reumático”. Dios vino a vernos.

Zaragoza, 08/06/2023 – 13:17

L G A

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