Los cines de Luque
1. EL Paseo de Luque como antesala del cine: mis primeros pinitos como pretendiente:
"Tiene
cosas este loco, que no suenan a cordura pero que a loco tampoco"
(Por las radios de
Luque salía la voz de un cantaor que me encantaba, creo que se trataba de Pepe Pinto)
Después de tantos meses sin aparecer por mi blog, voy a
intentar publicar parte de las cosas relativas a mis años en Luque. Quizás
repita algunas frases contenidas en otras publicaciones de “Cosas mías”, bueno
será reescribirlas si me ayuda a concluir parte de lo que pretendo comunicar.
Por ejemplo, recordar que, sobre lo que yo escribo, otras personas,
especialmente amigos y compañeros de estudios en la escuela del Maestro, fueron testigos presenciales de lo que
afirmo. Lo único que aporto es mi modo de contarlo, de redactarlo. La parte
fundamental de mi adolescencia/juventud se desarrolló allí, me marcó para bien
y para siempre. Con el paso del tiempo fui reflexionando sobre todo aquello que
tenía guardado en mi mente. Con palabras de hoy explico lo que pasaba entonces
y que, en muchas ocasiones, no entendía del todo bien.
Aunque lo haya hecho en escritos anteriores, no puedo
dejar de recordar a Don Francisco Cañete López, ¡El Maestro del Algarrobo!, con
quien adquirí conocimientos1 que en la vida me ayudaron muchísimo.
Aquel Coloso tenía la sabiduría, el carácter y la autoridad para hacer que lo
estudiado calara, como la lluvia fina, en mi dormido cerebro.
Los domingos eran días muy especiales para mí. Nada
importante solía hacer, solamente que podía dormir lo que quisiera y levantarme
a la hora que me diera la gana, o sea, lo que se dice
y sigue diciéndose “dormir a pierna suelta2”.
Solamente podía ponerle un “pero” y éste no era otro que todo el exceso de cama
eran horas que acortaban aquel bendito festivo, dada mi entrega desaforada a
Morfeo.
A las 12 del mediodía tenía que estar en la Parroquia o
en Santa Rita, para oír misa. De que me vieran allí o no, dependía la
asignación semanal que mi madre me entregaba religiosamente.
Los meses del campeonato nacional de Liga3,
junto con Tista Barona (q.e.d) que, como ya he contado en otras publicaciones,
tenía un transistor, subíamos a la explanada del Castillo. El Carrusel
Deportivo comenzaba a las cuatro de la tarde. Utilizando los versos de Quevedo
“Érase un hombre a una nariz pegado, érase una nariz superlativa…”, en este
caso yo sustituyo esos versos del escritor madrileño por estos otros apropiados
a nuestra actitud de entonces ante aquel objeto: “Éranse doce orejas a un
transistor pegadas, érase una oreja superlativa…”. Allí nos centrábamos en los
partidos en juego.
Era una gozada
estar sentados en piedras, en la oquedad de la roca base del Torreón, o
simplemente de pie. Nos daba igual, todo estaba bien porque lo importante era
estar. Los demás días teníamos escuela y no había ningún hueco de 07:30 más o
menos hasta las 19 ó 20, que eran las horas de horario escolar, para poder
campar a nuestras anchas. A lo largo del día solamente podíamos disfrutar de
dos descansos: por las mañanas sobre las 9:15, que era cuando aprovechábamos
para ir a desayunar a casa, y al mediodía, sobre las 13:30, entonces tocaba ir
a almorzar. La jornada continuaba hasta el anochecer.
No obstante, los domingos y fiesta de guardar el
panorama cambiaba. Eran esos momentos los propicios y aprovechados para ver y
relacionarnos con personas a las que no era frecuente encontrarse el resto de
la semana.
Cuando bajábamos al Paseo, lo hallábamos lleno de
gente. Aquel ambiente me gustaba mucho.
Encontrarnos allí con esas personas nos alegraba sobremanera. Yo creo
que había gente de todos los barrios y calles. Si por entonces hubieran
existido podómetros en los zapatos, podríamos saber cuántas decenas de miles de
pasos dimos por mi querido Paseo, porque lo recorríamos una y otra vez sin
apenas cansarnos. Entonces no había coches9, salvo unos pocos
Seat-600; con esto quiero decir que las posibilidades de ir a Baena, Zuheros u
otros destinos más o menos próximos, apenas existían, no teníamos medios. Por lo
tanto, estábamos felizmente “condenados” a pasar nuestras horas de asueto en
aquel poblado Paseo.
Los que
estudiábamos subíamos en el autobús una o dos veces al año para examinarnos en
Cabra. Yo, gracias a la brillantez de mi etapa como estudiante, tenía
garantizado los dos viajes: junio y septiembre.
Una vez que nos cansábamos de dar vueltas y más vueltas
por aquel espacio abierto y con la boca seca por comer de forma insaciable
pipas y más pipas con sal, íbamos a la fuente del Paredón a apagar la sed y,
finalmente, de allí nos encaminábamos al cine. Era el mejor momento de la
tarde/noche porque los pies nos dolían y teníamos ganas de sentarnos y
prepararnos para ver la película que tocaba.
No siempre el acceso al cine se nos permitía, debido a
que había películas para mayores, con diferentes calificaciones (“rosa, rosa
con reparos, granate”, muchos colores subidos de tono, con los que se nos
discriminaba por ser menores). Ya me extenderé más en otro escrito sobre este
aspecto. Ahora me voy a detener en otro tema, relatando algunos momentos en los
que yo, modestia aparte, fui protagonista de algo relacionado con el tema del
amor, del enamoramiento, de todas esas cosas a las que aspirábamos pero no
sabíamos gestionarlas bien en lo que a su inicio se refiere. Estas historias se
desarrollaban en el Paseo además de en las fuentes, tema que ya publiqué en mi
escrito “El Pretendiente” o en
cualquier lugar y bajo cualquier circunstancia. A aquella temprana edad no
pensaba yo en compromisos de esa naturaleza. Mis compañeros, por lo que conocía
de ellos, si tenían inquietudes de ese tipo, no las manifestaban ni las
hablábamos, lo que no significaba que todo aquello nos dejara indiferentes.
Cada uno, por su propia cuenta, tenía su propia valoración, gustos y
tentaciones.
Recuerdo que comencé a recibir “lecciones de ligoteo”
con unos 15 ó 16 años. No es que pensara
recibirlas, es que, como hablaba con gente de más edad que yo, frescos o con
dos copas, de modo desinteresado y gratuito me daban conferencias sobre las
diferentes técnicas para conquistar a alguna fémina, para piropearlas,
principalmente. Con aquellas lecciones bien aprendidas, comprendí tiempo después
que me habían dado gato por liebre. Las personas con las que manteníamos este
tipo de charlas, en algunas ocasiones y como resultado de estar “el
conferenciante” algo pasado de fino, soltaba por su boca, como los grifos de su
fuente, agua salobre de pozo, en vez de agua clara del manantial de Marbella. Fantaseando con lo que no conocían, trataban de embaucarnos y a veces lo conseguían. Éramos unos pardillos.
La ingesta de vino era muy recurrente. Pero no quiero
dar la impresión de que había que emborracharse para echarse novia. El alcohol
en poca cantidad puede ayudar a superar cierto nivel de timidez. Si se abusa de
él, puede resultar contraproducente.
Yo voy a contar lo que viví y lo que presencié y, como
conocedor de la técnica empleada por entonces, sentí temor de verme situado en
el lugar del actor que trataba de camelarse a la mozuela objeto de su pasión.
Las costumbres de aquellos tiempos eran más bien
restrictivas y lo de tontear, así como si tal cosa, no valía. Por eso, creo yo,
la rigidez a la hora de afrontar una situación de ese tipo paralizaba a unos
más que a otros. Había gente con desparpajo y naturalidad que lo intentaban sin
que le temblaran las canillas, pero a otros la tarea se le hacía más ardua. Sea
como fuere, casi todos nos casamos y no tuvimos que pasar por ningún momento
“de tensión inicial” amorosa.
Mi amigo PiA y el Sostenedor de
Cestas (yo)
Mis amigos eran numerosos. Unos estudiaban, otros
trabajaban en el campo, otros se dedicaban a otras actividades, en fin, que
estaba siempre muy bien acompañado por jóvenes del pueblo. Obviamente con los
que tenía más contacto era con los compañeros de La Escuela del Algarrobo,
especialmente con los de mi curso.
A PiA estoy
seguro de que lo conocí
en el bar de Ricardo y debió ser por allá la Semana Santa de 1961, recién
llegado yo a Luque. Entrando en aquel establecimiento, a la derecha, había una
salita con un futbolín, y, mientras veíamos las partidas que se jugaban, trabamos amistad. Por aquel tiempo, llevábamos pantalón corto, por lo menos yo.
(Anda que no me picaba nada
cuando mis flacas piernas rozaban las ortigas. Sentía un picor tan intenso que
me rascaba con mucha rabia. Me daba un gusto casi lujurioso, tanto que, al
pasar mis ávidas uñas contra la zona afectada, deseaba arrancarme algunas
lascas (media pierna por lo menos).
Pasaron unos años y PíA y yo continuamos con nuestra
amistad. Tomábamos de tarde en tarde alguna copichuela de vino, como solíamos
decir. A mí me encantaba esa palabra “copichuela” y me gustaba aún más lo que
contenía cuando nos llenaban la copa.
Debía de tener unos 17 años, quizás algo más, cuando un
día en el que nos encontramos lo noté muy animado. Me habló con una convicción que
hasta entonces yo desconocía porque no la había mostrado antes. Algo lo había cambiado para bien; tal vez se tratase de
un trastorno de esos que suelen aparecernos a veces. Me llamaba la atención
porque él no había tomado aún ni una gota de néctar divino; algo desconocido le
proporcionaba una energía tipo gasolina súper 98 ó más. Esa desenvoltura me
asombró. No lo veía yo muy normal.En otras ocasiones, hablábamos con menos entusiasmo.
¿Qué te pasa, Pío, que pías tanto? Era la pregunta que
me hacía para mis adentros. Me intrigué y como yo era muy intuitivo5,
comencé a inquietarme y me dije: “Mi amigo quiere algo de mí”. ¿Qué será? Creo
que entramos en el bar de Joaquín C., allá en las cuatro esquinas y nos
sentamos en el salón donde tantos ratos pasé en mi juventud por muchos motivos,
todos buenos. Y allí se confesó.
Sentados y con sendas copas de fino, comenzamos a
hablar sobre ¡Dios sabe qué! ¿Quién se puede acordar? Pero lo que no he podido
olvidar fue cuando, a la segunda o tercera copa, Pío pió.
- Luis, pretendo a una mozuela ¡Necesito tu ayuda!
Casi me da un
vahío, un desvanecimiento. Entonces comprendí su entusiasmo y su táctica de
buscar en el alcohol el modo de atreverse a pedirme que le echara una mano. Se
me pusieron los pelos de punta y pensé algo muy parecido a ¡Tierra, trágame!
Pío se estaba encontrando muy a gusto, cada vez más a gusto, el brillo de sus
pupilas lo delataban. Me pintó un panorama tan idílico que yo, con algo de vino
en mi cuerpo, me fui convenciendo de que aquello iba a ser fantástico. Con tres
copas de vino más llegué a desear estar en ese momento al lado de la que iba a
ser mi “cesta”.
Mi amigo prosiguió con sus explicaciones:
- La mozuela que
me roba el corazón se llama X, sale al Paseo los domingos por la tarde, pero va
acompañada por otra que se llama Y.
Aquello parecía una ecuación de primer grado con dos
incógnitas, o sea, para mí un problema ¡Con lo malo que yo era para las
matemáticas!
De esta manera, acordamos llevar a cabo un plan urdido
de una forma atropellada, como con prisas. Yo no era muy dueño de mí porque mi
éxtasis, debido a Baco, estaba en el punto más alto de la curva. Quedamos
encantados y nos fuimos a comer.
Cuando ingerí alimentos y los vapores del vino se
desvanecieron, mis pies se pusieron sobre la tierra y me acongojé, me sentí
mal, me arrepentí, me cabreé, en fin, me convertí en un desdichado que había
sucumbido a unos tragos de vino. En la conversación Pío me había dicho que el
primer “asalto” sería el domingo siguiente. Nadie puede imaginar lo cortos que
se me hicieron los días, ni lo que deseé que lloviera a mares, cayeran rayos y
truenos, que sucediera algo que me librara a mí de cumplir tan ingrata promesa,
algo gordo pero que no perjudicara a nadie ni fuera irremediable. Cortos se me
hicieron no porque fuera algo bueno lo
que esperaba, sino por todo lo contrario.
Y llegó el tan temido “día de autos”. Sobre las
cuatro y media o cinco de la tarde, nos encontramos en el bar de Barrigueto.
Ambos teníamos cara de difuntos. Pedimos dos medios de “Fino Perico” (10 reales
costaba cada vaso). Refugiados entre el vino y
el tabaco, esperábamos que el Paseo se fuera poblando y, a través de la puerta
semiacristalada, mirábamos continuamente para comprobar si las dos mozuelas
llegaban al citado lugar.(Bueno, yo lo hacía con los ojos cerrados porque, en
realidad,no quería ver nada de nada.Llegué a desear ser incluso un grajo para
salir volando y escaparme de aquel compromiso contraído.)
Seguíamos bebiendo ¡Aquello fue un milagro! Al contrario que Jesús que convirtió el agua en vino,
nuestro metabolismo convertía el vino en agua. Mientras más bebíamos, más
frescos y lúcidos estábamos. Pero acabó llegando el inquietante momento en que
tuvimos que salir del bar e incorporarnos al Paseo. Temblores incesantes se
habían apoderado de nuestros acongojados cuerpos y así, como si tuviéramos “el
mal de San Vito”, nos adentramos en aquel recinto. Entonces las vimos. Allí
estaban, paseando sus cuerpos serranos entre la concurrencia. Decidimos darles o
mejor dicho, darnos, dos vueltas de ventaja, debido al canguelo que teníamos,
y, cuando llegó el momento de la verdad, nos colocamos detrás de ambas y,
tiesos como el palo de una escoba, procedimos a ocupar los extremos. Ellas,
sorprendidas, se estrecharon una contra la otra de manera que yo creo que
solamente veía un solo cuerpo, como si se hubieran fusionado. No paramos,
íbamos al mismo paso y cuatro narices rectas se encaminaban hacia el
Ayuntamiento. Me sentía muy violento y apenas tenía valor para ladear mi cabeza
hacia la derecha y observar si mi amigo se estaba camelando a su amada. Y allí
estaba,¡callado como un muerto! No decía nada, iba peor que yo. ¡Así no se
podía ligar!
Por entonces no habíamos oído hablar de la “Ley de
Murphy”, donde uno de sus artículos dicen que dice: “Si piensas que una cosa
irá mal, la realidad te dirá que fue a peor”. Digo esto porque “mi cesta”,
mientras subíamos una vez más hacía al Ayuntamiento, se agarró con todas sus
fuerzas al brazo de su amiga y tiró de ella en
una trayectoria oblicua hacia la izquierda. Yo enseguida me di cuenta de lo que
pretendía: quería pegarse al murete interior del paseo de manera que yo me
quedara atrás, o más adelantado. Y lo hizo. Y yo, que no había dicho ni “mu”,
ni lo dije, me subí al citado muro. Como el estar allí arriba me colocaba en
una posición más destacada, en vez de pasar desapercibido, quedé expuesto a la
vista del público en general y a sus valoraciones. Quizás pensarían: ¿Qué le pasa
a ése?, ¡qué cosas más raras hace! Me incliné hacia adelante, adoptando la
forma de una alcayata, y fue mucho peor. En fin, que, pasados unos metros, me
bajé del murete y fui a mi aire. Creo que mi amigo también se separó y los dos
juntos abandonamos nuestras posiciones.No
volví a intentarlo. No hubo segundas partes. La empresa había fracasado.
A mi enamorado Pío lo conocía por un sobrenombre, pero,
pasado el tiempo, lo confundí con otro que era como Jerónimo, pero con una
sílaba menos.
Sin embargo, muchos años después, mientras tomaba café
con un colega que era granaíno, comimos un trozo de torta de nueces. Alababa yo
aquel delicioso dulce cuando me preguntó si había probado los Piononos. Le
pregunté, de broma ¿No me digas que en Granada os coméis a los Papas de nueve
en nueve?5
Me gustaría hablar con él porque espero que siga vivo y
poder recordar aquellos momentos de “lujuria” y “pasión desmedida” con los que debía soñar. Sentí no haber podido
ayudarle pero, ¡quién sabe!, lo mismo le vino hasta bien aquel pequeño/gran
fracaso, aunque el mayor fracaso me lo atribuí yo, porque no pude ayudar lo suficiente para
que aquella experiencia diera sus frutos y se consolidara. Quizás se las
arregló bien y su sueño se hiciera realidad. No lo sé.
En cuanto a la mozuela que yo cortejé, si se puede
decir de esta manera, olvidé su sobrenombre. Como en la vida todo está
relacionado, aunque no lo parezca, años más tarde comencé a oír una canción de
un grupo que se llamaba “Los Chunguitos”; se titulaba “Mañana”. Me encantaba
escucharla y quise hacerme con música de tan estupendos artistas. Un día compré
una cinta de casete con sus canciones; entre otras estaba “¡Dame veneno!” y fue
cuando caí en la cuenta de cómo se apodaba mi querida
“cesta”. Si vive y recuerda esta anécdota, me haría feliz. También le pediría
disculpas por el mal rato que, tal vez, pasó aquella tarde teniendo a un
“poste” a su lado, aunque es posible
que ni se acuerde ya.
A pesar de las experiencias de otros y de la que yo
mismo tuve tratando de ayudar a Pionono, también intenté hacer mis pinitos en
este asunto tan natural, atractivo e interesante y también, algo embarazoso,
por mi cuenta. A mí por instinto y natural tendencia,las mujeres –mozuelas por
entonces- me encandilaban, y, como dice el refrán: genio y figura,
hasta la sepultura. Sabina, cuando dice en uno de sus versos: “el agua apaga el
fuego y al ardor los años…”, describe la transición de lo mucho a lo poco o a la
nada, pero en aquella época de esplendorosa y ardiente juventud, el fuego
licuaba las rocas.
Entre las féminas que conocía había una que me hacía
tilín. Era un sentimiento más acentuado de lo normal en lo que a atractivo se
refiere. Por entonces, se utilizaba mucho la expresión tener “ángel”.
“Tener ángel” no solamente se refería al tema amoroso, era más genérica aquella
expresión: caer bien, tener algo especial… Y aquella mozuela tenía para mí algo
especial.
Después de lo vivido en pos de ayudar a mi amigo Pío y,
a pesar del fracaso de aquella intentona y de tomar consciencia de mis
limitaciones para “conquistar” a nadie, más adelante decidí buscarme la vida yo
solo para conseguir “conectar” con una posible media naranja. Pensando en la
muchacha que me hacía tilín, decidí diseñar un plan que me permitiera entablar
una conversación, un inicio de relación para conocerla de un modo más personal,
más estrecho, más romántico.
¿Cómo iba a llegar a aquello si ni siquiera había
hablado con ella?
Consideré la opción de los estudios, ya que ella estaba
en Bachillerato. Yo lo había terminado dos o tres años antes y quise valerme de
mis pobres conocimientos con el fin de abrirme un camino para llegar a su vera.
No recuerdo con exactitud la conversación que serviría
como introducción para conocer mis posibilidades. Siempre fui un desastre y por
muchas vueltas que le diera a mi cabeza no se me ocurría nada bueno, quiero
decir nada atractivo. En fin, que sabiendo que los domingos por la tarde mi
posible amor acudía al Paseo acompañada de una o dos amigas, pensé en la forma de abordarla y decidí
actuar.
Una tarde de domingo, estando con mis amigos, la vi
llegar acompañada de otra muchacha. Me quedé sin respiración y toda la
determinación que tenía se me vino abajo. No obstante, decidí tocar un tema sobre matemáticas (muy romántico para
empezar) y, tras darle unos metros de ventaja, me acerqué a ella y después de
saludarla con un apenas perceptible “hola” ( no recuerdo si me contestó algo),
me fui al grano sin ambages, diciendo algo parecido a lo siguiente:
-¿Sabes
que en el triángulo de Pitágoras a2 = b2 + c2?
Me miró
con una cara de sorpresa que yo
no sabía si la había impresionado o, tal vez, horrorizado. Pensé en lo segundo.
Ella musitó algo que yo interpreté como “¡Tú sí que
eres cateto!”
Proseguí mi “conferencia” y diría algo como que
Pitágoras quería explicar el cosmos a través de los números. Vi su cara, como
miraba a su amiga y se reían. Yo me di cuenta de que no era algo muy del agrado
de ella ni apropiado para la tarde de un domingo que se conocía como “fiesta de
guardar”. Lo más seguro es que pensara de mí que era un aguafiestas. El único
que habló allí era yo. Dando el silencio como un fracaso, me despedí quizás
diciendo: “Voy a comprar tabaco o pipas, o algo”, lo que fuera con tal de
desaparecer.
La segunda intentona fue parecida, pero, en lugar de
echar mano de las matemáticas, lo hice con un poema que seguramente fue el
siguiente:
“Amarrado al duro banco de una galera
turquesca, ambas manos en el remo y ambos ojos en la tierra…“¡Dios mío, qué
ilusión. Con esto no puede fallar!
Mi falta de conocimiento no pudo evitar que me lanzara de
nuevo al ruedo pero, como no podía ser de otra forma, con el freno de mano
echado. Entre apocado y decidido, que ya hay que ser raro, me coloqué detrás de
ella y sin cortarme un pelo comencé a decir: “Amarrado al duro banco de una
galera turquesca…. “
Ella me miró y pensó, supongo yo, ¡Vaya, hoy viene
de “forzado de Dragut!. De Pitágoras a Góngora, este muchacho no tiene
conocimiento. Me pego toda la semana estudiando y hoy, domingo, quiere
prolongar mis clases!
Y yo puse pies en polvorosa, como alma que se lleva el
diablo, en vista del silencio que obtuve por respuesta.
Aún así, y, como el hombre es el animal que tropieza
miles de veces con la misma piedra, seguí probando.Creo que fue a la tercera
intentona cuando tuvo lugar lo siguiente:
Yo, ¡insensato de mí!, persistí en mi empeño, y probé
de nuevo, aunque en esta ocasión no llevaba preparado ningún tema. De todas
maneras habría resultado innecesario a la vista de cómo se sucedieron los
hechos.
Una vez que
llegué a su altura, ella se detuvo, me miró a los ojos y me dijo, seria, muy
seria, una frase que yo sinteticé como un ¡Zape!, exclamación que se solía
decir para ahuyentar a los gatos, y que interpreté como lo que era: una
despedida en toda regla o, como decíamos entonces, “una ‘guantá’ sin manos.
Dolido y maullando, me alejé del Paseo y me refugié en
el Terraplén. Estaba hundido, me sentía abandonado, destrozado, abatido… y
quería estar solo para soportar mi dolor y mi rabia.Una vez allí, junto al
borde del aquel barranco, me agarré con todas mis fuerzas a la tela metálica de
gallinero que había puesto el Ayuntamiento para que no se nos escaparan los
balones. Tiempo después, cuando vi en la película “Espartaco” a Kirk Douglas
enganchado a unos gruesos barrotes de hierro tratando de doblarlos para
escaparse de aquella prisión, me acordé de que yo también me había asido con
desesperación a aquel alambre que formaba perfectos hexágonos para que no se
escaparan ni balones ni gallinas, quizás para huir también de una cárcel, la
cárcel de amor que tanto pesar me estaba provocando en ese momento.
Quise pensar en otras cosas, desviar mi atención sobre
lo ocurrido, no sé, lo que hiciera falta para olvidar mi fracaso como
pretendiente y el plantón que había sufrido. Me entretuve mirando el paisaje.
Mis ojos se paseaban por la lejanía, desde la Laguna hasta los confines de Doña
Mencía/Zuheros, como si quisiera ponerme a contar los olivos que desde allí se
divisaban. Del número de olivos que me resultaran, sacar los números primos, y
entre cada dos primos consecutivos sumar dos plantones. En realidad, no fue así del todo y, además,
el único primo era yo.
Mientras me hallaba en ese estado de paroxismo, fumando
y con la mirada perdida, escuché pasos a mis espaldas, con ese sonido
característico que tenían las pisadas en el terraplén, ya que las suelas más
que pisar el firme, se deslizaban utilizando los minúsculos granos de tierra
como rodamientos. O sea, el arrastre de la tierra le confería un particular y
familiar ruido.
Los pasos se correspondían a los que daban dos amigos
míos, que, como buenos samaritanos, acudieron a ver cómo me encontraba y a
traerme nuevas malas. Y, como si fueran Miguel Gallardo, pero a secas, sin una
pizca de música para endulzar el momento, me soltaron a bocajarro: “Otro ocupa
tu lugar….”
Yo me volví y me revolví y mis palabras de incredulidad
dolorida volaron por el aire y me quedé paralizado durante un segundo y exclamé:
-¡No me digáis eso ¿de verdad?! ¡No puede ser,
no puede ser (que haya un torero con más salero que el Cordobés7)
Pero me fui al Paseo a comprobarlo, a verlo con mis
propios ojos. Y claro que lo vi. Lo vi todo. Allí estaba ella sonriente,
mientras marcaba el paso junto a otro mozalbete. Y volví a entristecerme,
puesto que aquella escena fue como echarme sal en la herida. “Huele a leña de
otro hogar”, me dije, y más dolido si cabe, quise apartarme del lugar y de la
visión que me torturaba. Me subí
para el Rosario buscando con todas mis ganas un rincón solitario donde lamerme
la herida.
Desde el Rosario accedí al
Castillo y me senté en el muro de acceso al Torreón8. Los Bisontes o
celtas que estuviera fumando me los “bebía” de una calada. El Patio de Armas
me servía de sedante. Contemplar la vegetación que cubría casi toda la
superficie, salvo una vereílla de tierra por donde pasábamos a la cámara de la
parte posterior, sosegaba mi espíritu y lo revestía de la tranquilidad ansiada,
porque me encantaba ver aquella hierba baja convivir con los cardos
borriqueros, con los jaramagos con sus florecillas amarillas, con los hinojos
que nos servían para endulzar la boca con el zumo de sus dulces tallos y, sobre
todo, con las ortigas, tan calladas y aparentemente pacíficas, que semejaban
inocentes plumas de pavo verde.
Mientras esas cándidas ortigas podías
esquivarlas, a veces, sin padecer dolor alguno, las del Paseo sí que picaban de verdad y
ésas eran en ese momento insalvables. Mi ánimo estaba bajo y me sentía
desencantado conmigo mismo.Amargaba mucho la decepción. Era una bebida
extremadamente agria.
Tan abstraído me encontraba sumido en esos negros
pensamientos que tardé en darme cuenta de que ya estaba anocheciendo y miré el
reloj. ¡Jopé, que empieza la película!, me dije-, y de un brinco me incorporé y
me bajé raudo hasta el cine Carrera. Allí estaban mis amigos y también mi mal
de amores (Dolores).
Algunos amigos me decían: ¡Ánimo, Luis! ¡Gracias quillo!,
respondía yo. Una amiga también vino a animarme. ¡Gracias quilla!
¿Vi la película? No creo. Aunque todo aquel dolor tenía
un nivel soportable, pues no
había compromiso entre ambos y, por consiguiente, como diría Felipe González,
obligación de nada y a nada.
El tiempo pasó y como canta Gloria Lasso en “Luna de
Miel”: “Yo sé que el tiempo es la brisa que dice a tu alma…,” la herida se fue
secando.
Habiendo sufrido aquella inexistente derrota, seguí mi
vida de siempre y, aunque la veía de vez en cuando, me abstuve de volver a las
andadas, pues no quería que me mataran dos veces.
Y ahora, después de esta primera parte, me hago a la
idea de que he salido del paseo, cansado y harto de pipas, con la boca seca, me
dirijo a la fuente del Paredón a calmar mi sed y me voy para el cine Carrera a
ver lo que pongan9.
Zaragoza, 9 de febrero de 2018
Zaragoza, 9 de febrero de 2018
Notas:
1. Cuando escribo que adquirí conocimientos que en la vida me
ayudaron muchísimo, no me refiero al concepto grandilocuente de saber mucho,
sino a los que me aportaron una base cultural suficiente para mis necesidades
y, además, a “tener conocimiento”, a ser responsable de mis acciones.
2. Me hacía gracia
aquello de dormir a pierna suelta, jamás se me hubiera ocurrido atarme la
pierna a la pata de la cama. Dormía bien hasta que salí del pueblo y tuve que
hacer frente a turnos larguísimos debido al servicio militar. Entonces daba
igual que fuera noche o día para dormir o no, según pudiera; siempre tocaba poco. Teniendo mi conciencia
tranquila, tuve la mala suerte de perder, poco a poco el sueño reparador que
todos necesitamos. No hay medicina ni potingues en el mundo que pueda sustituirlo.
Sin deber nada a nadie, salvo al banco, me acostumbré muy a mi pesar a estar en
estado de permanente vigilia.
3. Siempre repito lo de
la ausencia de tráfico. Eran unos tiempos en los que lentamente aumentó el
número de vehículos y fueron ocupando espacios en todos los lugares, sobre todo
en la zona del Llano. Por entonces podíamos utilizar el muro de la Torre de la
Parroquia como un frontón. Mientras unos jugaban, otros permanecíamos sentados
en la base de la “Farola Solitaria” que sigue en su sitio, aunque con un
pedestal mucho más bonito. El antiguo nos permitía sentarnos. En aquella cara
de la torre también ponía Expósito las cañas de azúcar, creo que por Semana Santa.
Un duro debía costar las tres redondelas de cobre casi negro con ribetes de
cardenilla debido al óxido. El que clavaba una redondela en una caña, se
llevaba.
4. Sobre el asunto del
fútbol no quiero olvidar a una persona imborrable. Hablo de Gabriel Luchana.
Tenía tal pasión por el Real Madrid, que se reflejaba en su rostro la infinita
alegría o la profunda pena, según fuera el resultado del partido. Nunca hablé
con él, lástima, pero siempre pensé que si los sentimientos y el grado de
adhesión a alguien o a alguna Institución (R. Madrid) se convirtieran en oro
puro, no habría báscula en el mundo para pesar su dichosa carga. Un reflejo
hermoso de su alma encendía su rostro, para bien o para mal. El bueno de
Luchana que reía y gozaba cuando El Madrid ganaba, y cuando perdía, lloraba y
sufría.
5. El chiste sobre Pío
XII: Se contaba que cuando aquel Papa falleció fue al cielo, como no podía ser
de otra manera. Una vez en la entrada de la Gloria tocó la campanilla que
colgaba de la pared. Se oyó la voz de San Pedro que, de mal humor, preguntó
¡¿Quién es!? Pío, respondió el interesado ¡Aquí no queremos pollos! Dijo S
Pedro ¡No, no soy un pollo, soy Pío doce! S Pedro, con voz alarmada, respondió
¡Buffff, no queremos pollos y menos por docenas!. Es un chistecillo tontorrón,
pero entonces daba el pego y era tan tontorrón como ahora.
6. Por entonces no
había “guasap” ni notificaciones. Todo esto viene de las nuevas tecnologías. Lo
que ocurre es que los guasap de entonces se llamaban telegramas. Una canción
muy famosa por entonces e interpretada entre otros por los 5 Latinos, se
titulaba “Un Telegrama” y en su letra figuraba lo siguiente: “Antes de que tus
labios me confirmaran que me querías, ya lo sabía, ya lo sabía. Porque con tu
mirada tu me mandaste un telegrama…..” O sea, siendo diferente es lo mismo.
7. Mis amigos
recordarán conmigo los dos paseos que realizamos a la Estación. Cuando El
Cordobés se hizo famoso fuimos al bar “Casa Conejo”, situado, más o menos,
donde Nicolás tiene su Hostal. En aquel establecimiento vimos hacer “El Salto
La Rana” y otras lindezas que hicieron de Manuel Benítez un afamado torero y al
que le compusieron un pasodoble que aún recuerdo.
8.
Dos
ciudadanas norteamericanas estuvieron acodadas donde yo me senté. Fue una tarde
en que las acompañamos. Ya escribiré sobre cómo se presentó aquel momento.
9.
¡Sería
fantástico poder utilizar la moviola y darle a retroceder… y a Play! La
moviola, invento al que dieron uso en la televisión, permitía rebobinar y
volver a ver jugadas interesantes de los partidos del domingo. Los lunes
podíamos verlos. Las personas también tenemos nuestra moviola, los recuerdos.
Era más precisa la electrónica.