Las experiencias
vividas a lo largo de nuestro devenir por el camino de la vida nos hacen
reconocer como reales y auténticas las palabras del filósofo griego, porque sin
amigos la vida sería aún más dura.
Entre mis recuerdos de Luque, quiero hacer una
mención especial de mis amigos de entonces, personas entrañables y muy
queridas, con las que compartí ratos buenos, que fueron la mayoría, regulares y
menos buenos. Juntos reíamos, jugábamos al fútbol en el Terraplén, bajábamos a
la “Cueva la Encantá,” subíamos a la Pedriza, al Castillo, paseábamos por las
calles de siempre: Paseo, C/ Alta, Belasar, Álamos, PraO, Carrera… Íbamos a
Marbella, a las Delicias, a Pumá. Subíamos por la falda de la montaña y
llegábamos hasta la “Cueva de los Murciélagos”, hasta una entrada lateral que
estaba enrejada y tapiada.
Cantábamos en la Cruz de los Caídos o en los paseos callejeros, castigando a nuestros vecinos con aquellas horrendas voces que salían de nuestras “ahumadas” gargantas. Los responsables de estas “atipladas” voces no eran otros que los “Bisonte”, los “3 Carabelas”, el “Antillana” y todas las marcas de tabaco, habidas y por haber (tampoco demasiadas), que se vendían en aquellos tiempos y que quedaban al alcance de nuestros menguados bolsillos.
Allí, sentados sobre las losas de la Cruz, solíamos interpretar las hermosas canciones del momento. Hermosas canciones que nosotros nos encargábamos de “jorobar” con la “armonía” de nuestras broncas gargantas de precoces fumadores. Aquellos “Cruzados” conciertos se merecen un capítulo aparte.
Temprano
levantó la muerte el vuelo.
temprano
madrugó la madrugada,
temprano
estás rodando por el suelo.
M. Hernández, Elegía a
Ramón Sijé.
Eloy
Porras Cebrián (el hijo de Don Eloy el maestro)
Eloy era un chico adolescente, muy cercano a
mi edad, que vivía en uno de los pisos de los Maestros en el edificio de
Correos. Era hijo único y de los pocos luqueños que no estudió con el Maestro
de El Algarrobo. Su padre, maestro también, se ocupaba de su educación.
Por esta razón, se relacionaba poco con el resto de los chicos del pueblo. Sin
embargo, por algún extraño motivo, que se me escapa, entre él y yo surgió
paulatinamente una entrañable amistad, a pesar de la vida “disciplinada” que
llevaba, poco dada a las salidas y a los “vicios” de los chicos de aquella
época. Por eso, esta pequeña anécdota que voy a contar, resulta sorprendente.
Constituye una de sus pocas salidas de tono, sino la única, que ambos
compartimos.
En el Terraplén. Detrás, de izquierda a derecha, Rafael Ortíz León, Agustín el Porterillo, Luis Gil Amores y Antonio Arjona Ortiz.
Delante, de izquierda a derecha, José Pérez Ortiz, Eloy Prras Cebrián, Rafael Navas Luque y Sebastián Urbano Morales.
"Una tarde, antes de las 17 horas (la Oficina
de Correos aún estaba cerrada y abría religiosamente a esa hora), estábamos
sentados Eloy y yo en las escaleras interiores del edificio donde vivía, el
edificio de Correos, sito cerca del Ayuntamiento y a la izquierda del Paseo
Real. Con gran secretismo, me enseñó un tubo negro y brillante, hueco,
aproximadamente del diámetro y longitud de un lápiz nuevo. Le pregunté qué era
y me dijo que se trataba de una varilla de pólvora prensada. La cogí y la
examiné, y con gran atrevimiento por mi parte y una buena dosis de curiosidad, le propuse prenderle fuego para ver qué pasaba. Accedió a hacerlo y yo,
fumador empedernido por aquellos tiempos, saqué un mechero o cerilla (no
recuerdo bien), cogí el tubo por un extremo y le "arrimé" la llamita
por el otro. Aquello comenzó a arder progresivamente y a emitir un silbido
parecido a la turbina de un Boeing 747 cuando está al ralentí, pues por el
hueco del tubo debía entrar mucho aire, aspirado por la combustión de la
pólvora. De pronto, sin darme cuenta, se me escapó de la mano o, asustado, lo
solté y comenzó a volar como un globo cuando se infla y se suelta, o sea,
siguió una trayectoria errática e imprevisible. A medida que el
“artefacto” volaba por el aire, nosotros muy impresionados, volamos por
el suelo a tal velocidad que ni Aquiles el de los pies ligeros nos alcanzara.
Subimos a pares las escaleras de acceso a los pisos con el fin de
“parapetarnos” en su casa. No obstante, cuando apenas habíamos llegado al
rellano superior, notamos que, de repente, se hizo el silencio, el
humo se disipaba y el olor a pólvora quemada llegó a nuestro olfato. Liberados
de nuestro pánico, volvimos a recorrer las escaleras ahora para bajarlas con
total parsimonia y decidimos, finalmente, tranquilizarnos de nuestra
arriesgada proeza en el Terraplén, lugar paradisíaco y “refugio de pecadores”,
donde respirar aire fresco y protegernos de miradas ajenas y preguntas
incómodas, ya que temíamos que pudiera salir algún morador de aquel inmueble
(Santiburcio, los mismos padres de Eloy o el Administrador de Correos) a
pedirnos cuentas de la fechoría.
Un día, viviendo ya fuera de esta nuestra tierra, supe que
había fallecido repentinamente. Era aún muy joven. Tenía una larga vida por
delante, que no pudo recorrer. Sentí un inmenso dolor por la pérdida del amigo de la infancia.
Nuestro repertorio era muy variado, aunque las canciones preferidas y, por tanto, las que más cantábamos eran “Perdóname” y “Esos ojitos negros”, dos canciones del Dúo Dinámico, que estaban de moda.
En la Pedriza nos reuníamos de vez en cuando,
formábamos un corro sentados en las piedras, y Tista, cual Jefe de la Tribu,
presidía y dirigía la conversación. Nuestras charlas no versaban sobre temas de altura.
Acostumbrábamos a hablar de asuntos muy triviales: fútbol, baloncesto, del famoso programa de TV “Cesta y Puntos”, quizás algo sobre
mozuelas, coches (su padre se compró un 600)… En fin, tocábamos muchos palos, y
ninguno sonaba mal. Eran temas inocentes, nada maliciosos.
En su
casa, vimos el Mundial de fútbol de 1966. Sus padres se habían comprado una TV
y nos reuníamos en una sala que tenía en la planta baja. Allí, delante de
nuestros ojos, veíamos correr en la
pantalla a Pirri, Pereda, Grosso,
etc..., con el consiguiente sufrimiento cuando fuimos eliminados por los alemanes o, tal vez, por los
argentinos. No lo recuerdo bien. Fue una mala tarde aquella, que todos padecimos solidariamente.
A él nos pegábamos
como lapas cuando retransmitían los partidos de la Liga de fútbol, la Copa de
Europa (así en español. Nada de “Champions league”, ya que en esa época el inglés aún no nos había
colonizado), la de Ferias, etc... La explicación es muy fácil: Tista era
nuestro amigo, que además tenía un radio transistor. Con ese “aparatejo”
podíamos estar en cualquier lugar: en el paseo, en la explanada que hay a la entrada del castillo, en el recibidor del edificio de correos cuando llovía o
hacía mucho frío, y escuchar el desarrollo del partido sin estar encerrados en
casa. La radio fue un elemento de unión, de amistad.
La alternativa al
transistor no era nada grata, puesto que nos impedía callejear y nos obligaba a
estar “inmóviles” en una casa con aparato de lámparas, o sea, recluidos entre
cuatro paredes, algo poco apetecible
para jóvenes inquietos y curiosos.
A Tista lo vi por última vez (no lo había
visto desde que me marché de Luque) en la Parroquia. Hace aproximadamente
quince años. Asistí a la comunión de mi sobrina Reyes. Me encontraba en el lateral que existe junto a la entrada
principal, y en el momento de la comunión lo vi pasar de regreso a su sitio.
Pensé que cuando acabara la misa podría saludarlo,
pero era un día de comuniones, había mucho revuelo y aglomeraciones y no pudo
ser. Cuando terminó la ceremonia, toda la gente que había, muchísima, al
salir, formamos corrillos en la puerta.
Muchos grupos, mucha multitud y Tista acabó
por desaparecer de mi ángulo de visión. No pude encontrarlo. El
bullicio no me lo permitió.
Hace relativamente poco tiempo, unos cuatro
años, me informaron de su fallecimiento.
Me quedé impresionado y conmocionado. Me parecía imposible. Un torrente de momentos vividos
con mi amigo me inundó el alma y en la garganta se me formó un nudo enorme, y no
dije nada ¿para qué? No es necesario pronunciar ninguna palabra. La muerte es inflexible e inexorable. Sentí
una mezcla de emociones agridulces: dolor por su temprana pérdida y un
sentimiento de agradecimiento a la vida por haberme permitido compartir muchos
y gratos momentos con él.
Francisco
León López (Francisquito)
Compañero de estudios, vocalista en las navidades, amigo sobre todo. Fuerte, rubio, con el cabello muy rizado y sus gafas de intelectual, Francisquito era un gran tío. Compartimos muchas vivencias en la Escuela del Maestro, en algunas celebraciones, en casa de sus padres. No salía mucho a la calle, salvo para acudir a la Escuela, y en las Fiesta Navideñas y de Semana Santa. Recuerdo los muchos momentos que pasamos en su casa, con su abuela y padres. Antonio, el padre, me quería como a un hijo. Sentados en la mesa camilla, en sillas de anea y con brasero de picón, nos reuníamos con relativa frecuencia. Hablábamos de todo, pero los temas de conversación más recurrentes eran los estudios y la caza. A los dos, padre e hijo, les encantaba la actividad cinegética. Aunque creo que más que la caza por sí misma, lo que les cautivaba era hablar de escopetas, liebres, perdices, zorzales. En definitiva, de todo aquello que conlleva este tipo de actividad y la rodea.
Francisquito tenía una escopetilla de aire comprimido.
Muchas veces, cuando teníamos un rato libre, salíamos al corralón de su casa y
disparábamos a cualquier cosa. En muchas ocasiones, para reproducir una caseta
de las de “tiro al blanco” de las ferias, colocábamos palillos finos sobre una
superficie lisa, horizontal.
Los poníamos perfectamente alineados y los
sujetábamos con pinzas de la ropa. Una
vez terminada la tarea de colocación, comenzábamos nuestras prácticas, con las que disfrutábamos mucho. De los
disparos que hacíamos, unos impactaban en la pared, otros, muy pocos, rompían
el palillo y los demás destrozaban la pinza, que debíamos esconder para que su
madre no se enterara de la travesura, o simplemente la derribaban merced al aire
del plomo, que pasaba rozándola.
En las Navidades solía salir con la zambomba.
Todos los amigos nos reuníamos con él y recorríamos
algunas calles de nuestro querido pueblo para tocar, cantar y alegrar los oídos de nuestras "víctimas". Francisquito tenía la voz muy fina y
bonita. No se cortaba nada a la hora de lucirse. Era el vocalista del grupo y
lo hacía con un sentimiento, unas ganas y un saber cantar que despertaban
admiración: “¡Qué bien canta!”, era una
de las lindezas que le dirigían.
Lo vi por última vez en Sevilla, en la entrada
al recinto ferial por el acceso del puente de San Telmo. Me quedé muy
gratamente sorprendido. Después de tanto tiempo sin vernos, aquel encuentro
fortuito e inesperado de los dos en el mismo sitio y a la misma hora, me dejaba
vivamente emocionado. Me dijo que trabajaba en Correos y que vivía por la Puerta Carmona. Quedamos en
vernos en otra ocasión, ocasión que nunca llegó a presentarse, como suele
ocurrir cuando los encuentros no se programan y el trabajo y la vida nos lleva
por otros derroteros.
Un día, una de mis hermanas me comunicó la
triste noticia de su fallecimiento. Por
ella supe que se había casado y que había dejado huérfano a un niño pequeñito. ¡La vida sigue!, me dije y
¡la muerte no para de hacer su trabajo!
En la Parroquia de Luque, el día de la
comunión de mi sobrina Reyes, me
encontraba yo en un lateral junto a una
columna y sentí una mano en mi hombro. Era la mano de Antonio, el padre de mi
amigo. Supo que yo me encontraba allí y fue a verme. Nos dimos un fuerte abrazo
y no pudo contener su emoción. Lloró desconsoladamente. En la puerta, me
relató todos los pormenores de la temprana e inesperada muerte de su hijo, de
su único hijo. Quedé con él en visitarlo
tras la celebración. Y así fue. Estuve con ellos, con Antonio y su esposa
tomando café.
Ya no
vivían en la misma casa, en aquella casa, que me fue tan querida y familiar en
mi niñez, sino en otra de la Calle
Alta, situada enfrente de la anterior. Con ellos pasé uno de los momentos más
emotivos que he vivido en mi vida. Estaban hechos polvo, destrozados. Antonio,
entre sollozos, hablaba de su nieto y se le iluminaba la mirada, trasvasando a él todo el amor que sentía por su hijo. Su nieto era su esperanza y el refugio del amor hacia su hijo.
Mientras hablaba de él, se le iluminaban los ojos de alegría por poder
concentrar todo su cariño en alguien a quien podía abrazar, el hijo de su hijo.
Pero el dolor por la ausencia de su amado Francisco terminaba por reaparecer. La angustia volvía a embargarle otra vez. De
la madre solo puedo decir que sentía lo que su marido, quizás más. Antonio era
el que hablaba, hacía planes para el nieto, ponía todo su ser en aquello que
decía, que vivía y que, en seguida, le volvía a fallar, cuando regresaba a la
penosa realidad, ante la que se sentía impotente.
La despedida fue dolorosa para ellos y para mí.
Yo debía regresar a Córdoba y Teruel, porque, la vida seguía. Pasó el tiempo y
pregunté por los padres de mi amigo, y supe que habían muerto.
Sentí dolor por el dolor que padecieron ellos pero, a la vez, también un
sentimiento de paz, de tranquilidad. Antonio y su mujer hacía ya mucho tiempo
que habían muerto. La muerte de su hijo los dejó "sin vida". Y ahora les había llegado el
momento de descansar de su enorme pena. El tiempo que aguantaron vivos fue solo
una forma de estar en este mundo, pero no vivían, ya que el dolor por la
ausencia de su amado hijo les arrebató su alegría y su razón de ser.
Rafa
Ortiz León (Rafa el cortijero)
También compañero de fatigas (estudios), fue
otro de los amigos que dejaron en mí una gran huella. Son muchos los momentos
vividos en casi todos los lugares, ya que íbamos a casi todos los sitios
juntos. Por esta razón, las experiencias
son más variadas.
Como sería una tarea inabarcable el tratar de enumerar los recuerdos, optaré por seleccionar los más vivos, obviando los relativos al estudio.
Como sería una tarea inabarcable el tratar de enumerar los recuerdos, optaré por seleccionar los más vivos, obviando los relativos al estudio.
En realidad Rafa y yo, junto con Toleo, el
Rubio, Antoñín el mellizo y otros, recorrimos casi todo el término municipal de
Luque y parte del “extranjero”, incluida la Cueva de los Murciélagos, Zuheros
pueblo, Estación…, y todo lo que quedase a nuestro alcance.)
Sin embargo, las vivencias con mi amigo Rafa,
se centran más en su ámbito familiar, en su casa.
Allí pasamos muchos y muy buenos momentos todos los “camaradas”, ya que podíamos gozar de mayor libertad, que no libertinaje, para despistarnos un poquito más de la cuenta. Me refiero a la vigilancia de nuestros padres. A pesar de que no se trataba de una libertad absoluta, nos resultaba más que suficiente para alargar nuestros momentos de ocio, tan buenos, tan divertidos. En casa de Rafa nuestras actividades habituales se reducían a dos. Una consistía en bajarnos al patio, al lado de las cuadras, donde nos pasábamos los momentos practicando el tiro con una escopeta de aire comprimido. Otra actividad era la de jugar a las cartas en una salita de su casa, que se encontraba a la entrada.
Allí pasamos muchos y muy buenos momentos todos los “camaradas”, ya que podíamos gozar de mayor libertad, que no libertinaje, para despistarnos un poquito más de la cuenta. Me refiero a la vigilancia de nuestros padres. A pesar de que no se trataba de una libertad absoluta, nos resultaba más que suficiente para alargar nuestros momentos de ocio, tan buenos, tan divertidos. En casa de Rafa nuestras actividades habituales se reducían a dos. Una consistía en bajarnos al patio, al lado de las cuadras, donde nos pasábamos los momentos practicando el tiro con una escopeta de aire comprimido. Otra actividad era la de jugar a las cartas en una salita de su casa, que se encontraba a la entrada.
Nuestros juegos favoritos y repetidos eran
el tute de 8, el tute de 13, el
“subastao” y la ronda. Nos solíamos
reunir 3 ó 4. Casi todos fumábamos, tanto, que, a veces, para conocer la carta
que llevábamos, teníamos que soplar para despejar el humo: la visibilidad era
casi nula. El olor a tabaco quemado era tan intenso que lo impregnaba todo: el
pelo, la ropa, la mesa camilla, las cortinas, las sillas. Cartas y tabaco, sólo
eso. Rara vez bebíamos algo. Allí pasamos muchos momentos agradables,
distraídos, divertidos, sanos en suma, aunque parezca una paradoja, dado el alto
nivel de alquitrán, que pululaba por la atmósfera. A veces el concepto de sano
va más allá de lo que creemos.
Terminamos el Bachiller Elemental y Rafa se
fue a Almodóvar del Campo (Ciudad Real). Allí estudió el Bachiller Superior.
Nos vimos en alguna ocasión cuando yo iba de vacaciones. Más tarde, una vez que mis
padres se fueron a Córdoba, nuestros encuentros fueron más espaciados y esporádicos.
Pasados
ya algunos años, una de mis hermanas me
dijo que Rafa le había preguntado por mí y que le había manifestado su deseo de
verme. En diciembre de ese año, cerca de Nochebuena, allá por el 97 ó el 98 (no recuerdo bien), aproveché
la visita que hice a mi familia y me puse en contacto con él. Quedamos en un
bar llamado Niza, en la Plaza Costa del Sol de Córdoba. Era de noche. Él
llevaba una gorrita con visera y huelga decir que nos alegramos inmensamente de
volver a vernos. Tomamos una bebida caliente, quizás fuera un café y una
infusión; las bajas temperaturas así lo aconsejaban. Yo bromeé diciéndole que
se me estaba cayendo el pelo y Rafa, sonriendo, se levantó un poco la gorra y con un gesto más que elocuente, me indicó que él se había
liberado ya de la tarea de peinarse.
Paseamos por la calle que comunica la
plaza Costa del Sol con la Avenida del
Parque y, durante el trayecto hicimos escala en algunos bares para tomar unas
cañas. Estuvimos recordando viejos
tiempos, y hablamos también de nuestra
vida profesional. Aquel encuentro con mi amigo fue un momento
entrañable, querido. Al despedirnos, quedamos para vernos en mayo, quizás para
la Cruz y los Patios. Lo acompañé hasta
la entrada a su calle y allí fue donde
lo vi por última vez. En el mes de abril, cuando preparaba mi viaje a Córdoba, llamé a una de mis hermanas para
que le avisara y le comunicara la fecha de mi llegada a nuestra bella ciudad.
La respuesta de mi hermana me dejó petrificado: “¿Rafa? si Rafa murió ya ¿no lo sabías?”.
¡¡No
puede ser, eso no puede ser, pero si hemos quedado para primeros de mayo!! Así, me enteré de aquella
terrible pérdida.
Dramática la noticia y dolorido mi sentir.
Entonces comprendí por qué Rafa me buscó, por qué quería verme. Y comprendí
también el porqué de su precoz alopecia y aquel gesto suyo, sereno, sonriente, emocionado, que sonaba a
despedida. Mi querido amigo Rafa se estaba despidiendo de mí, sin hablar de su
enfermedad, ni de sus temores. No quiso
nublar aquel momento tan cálido,
tan hondo, tan afectivo, que compartimos juntos.
Descansad en paz, amigos, mis “camaradas",
mis compañeros. Allá donde os encontréis,
"'a' las aladas almas de las
rosas...
del almendro de nata 'OS' requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
'COMPAÑEROS' del alma, 'COMPAÑEROS'”.
.
del almendro de nata 'OS' requiero,:
que tenemos que hablar de muchas cosas,
'COMPAÑEROS' del alma, 'COMPAÑEROS'”.
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