martes, 14 de mayo de 2013

El pretendiente: una experiencia muy fatigosa






En Luque, donde pasé la parte final de mi infancia, toda mi adolescencia y los primeros años de mi edad adulta, uno de los objetivos de cualquier joven que se preciara, era el  de buscar novia. Este objetivo se convertía la mayoría de las veces en un proceso muy fatigoso. Así me lo parecía a mí entonces cuando fui testigo de “la experiencia del pretendiente”.

Nuestra educación nos había modelado el espíritu de manera que éramos muy "alicortos", cargados de prejuicios y con una sobrecarga enorme de responsabilidad. ¡Demasiada! 

Cuando escribo responsabilidad, sé perfectamente lo que digo. No podemos perder de vista que los pueblos pequeños están habitados, en su mayor parte, por familias, que de un modo u otro están emparentadas entre sí, aunque aparentemente puedan ignorarse. Este hecho conlleva a que la ruptura de un noviazgo pueda acarrear la misma ruptura entre los miembros de la familia y de los amigos. Por esta razón, había que meditar bien el paso que se iba a dar. Pisar en falso no siempre se perdonaba en un pueblo pequeño de aquella época. De aquí que “el pretendiente” se sintiera muy inseguro y atemorizado cuando le tocaba acometer la empresa. Recuerdo con una nitidez diamantina la tarea fatigosa de echarse novia, como si tuviera la escena presente. Así lo viví y así os lo cuento.


"Al atardecer de un día cualquiera, en las cuatro esquinas,  nos encontrábamos unas treinta personas, entre las que abundaban  labradores y hombres del campo en general. Mi carácter sociable y mi curiosidad innata por conocer la vida y sus gentes me llevaban a tener amigos de todas las profesiones y, sobre todo, de lo que más  abundaba en el pueblo: el noble y duro oficio de labrar la tierra. Además me gustaba bromear y hablar con personas  mayores que yo, con las que también compartía el divino deleite del “néctar divino, al que llaman vino/, porque nos vino del cielo”, al que con generosidad me invitaban dada la escasez de recursos económicos de los jóvenes estudiantes de otrora, el quinto escalón de la escala social, según la singular división que mis compañeros y yo habíamos establecido para nuestro pueblo: Los más pudientes, los comerciantes, los funcionarios, los menos favorecidos y los estudiantes.

Ese grupo, que ocupaba totalmente el espacio en la confluencia de dos calles perpendiculares  a la Carrera (Marbella y Villalba), entre la fuente de la Aurora y los bares, era una aglomeración de personas de distinto nivel, condición y edad. No eran extrañas estas agrupaciones de personas. Solían ser corrillos habituales de aquel paraje. Era un día laborable como podía deducirse de nuestra indumentaria. Íbamos todos vestidos de diario, con ropas normales de un día normal de trabajo, aunque la más característica era la de los labradores. La gente del campo vestía trajes de tela basta de color gris y con gorras de visera del mismo tono. Me gustaba verlos con un cigarrillo de "cardo gallina" o celtas, pegado en la comisura de los labios, apagado.  Solían tener el mechero en una mano y dejaban pasar mucho tiempo en esa posición, moviendo el mechero al compás de la conversación, sin prisa alguna por encenderlo. Esta actitud provocaba en mí una inquietud y una desazón desmedidas. ¡En mis manos no hubiera durado el cigarro apenas unos segundos! Mi ansia por fumar era desmesurada en aquellos años de mi juventud.






En el grupo, había alguien que destacaba, porque se salía de lo normal. Se trataba de  un mozuelo joven, de entre 18 ó 20 años, que vestía una ropa elegante, más propia de domingo y fiestas de guardar. Iba ataviado con una chaqueta, un  pantalón recto, muy bien planchado, y con una camisa de “popelín” y corbata de seda. Todo ello rematado con unos magníficos y relucientes botos de Valverde del Camino que, cuando andaba, producían un sonoro y acompasado “toc, toc, toc”, sonido que hacía enmudecer los murmullos de la conversaciones. Se notaba por su indumentaria y su forma de conducirse que aquel día, aunque laborable, era muy especial para él. Mi connatural sagacidad, disculpad mi falta de humildad, me hizo pensar que se trataba de un pretendiente preparado para iniciar una relación de noviazgo. Y no me equivocaba.

En medio de nosotros,  se movía nervioso, y la nuez le subía y bajaba de forma incontrolada. Era evidente que, cerca de allí, debía tener los "güitos". No hablaba con  nadie. Fumaba un cigarrillo, y a la segunda calada, lo tiraba al suelo y lo pisaba, para sacar el paquete de nuevo y volver a  encender otro. Entraba frecuentemente en el bar de Ricardo y se pegaba un buen "campanazo" de vino. Cuando lo tragaba, alargaba la cabeza sacando cuello, como si quisiera que aquel líquido le durara más tiempo entre la boca y la garganta, como si quisiera alargar el trayecto. En realidad, quería alargarlo. Y, como la intranquilidad hace milagros, bebía una y otra copa, y estaba tan fresco. No acusaba los efectos. Parecía, incluso, decepcionado con el vino, ya que no sentía su poder desinhibitorio. Era como si bebiera agua.

Poco a poco la tensión empezaba a subir y el pretendiente a boquear, como si le faltara el aire. Lo mismo que un pez fuera del agua. 

Entre los testigos allí reunidos se oía la voz de algún "experto",  dando consejos sobre cómo abordar a la pretendida. 

- Lo que no tiene que hacer es ponerse nervioso, porque entonces la ha "jodío”.

Era lo que le hacía falta oír al protagonista. Cuando captaba esa frase, se ponía blanco, como si lo hubieran "encalao". 

Se escuchaba entonces a otro aguafiestas, echando más leña al fuego.

 - Hay que saber piropearla. Se le dice: "Señorita, tiene una cara que parece un ángel…,
tiene dos ojos como dos luceros", etc. 

Y yo totalmente “acongojao”, me preguntaba: "¿Todo esto hace falta para echarse novia? Entonces, yo no me caso. No estoy dispuesto a pasar por este trance. Si no soy capaz de abrir la boca, ¿cómo podría decirle a una mujer todas esas lindezas?”

A medida que pasaba el tiempo y  llovían los consejos, al pretendiente se le ponía peor cara. Blancuzco-ceniciento, con ojos de cordero abochornado, y un nerviosismo que rozaba el paroxismo, daba la impresión que podría fenecer en un instante. Si hubiera podido, habría materializado ese deseo incontenible, que se le adivinaba,  de cambiarse por cualquiera de nosotros. Sin embargo, parecía tener "repelente”. Cada vez que miraba o se acercaba a alguno de los grupos, huíamos como cucarachas cuando se enciende la luz. Se veía solo, desamparado. Pero lo peor aún estaba por llegar.

En un momento dado, los murmullos se apagaron de pronto. El protagonista miró con muy mala cara a su alrededor y trató de cerciorarse de que estábamos con la boca cerrada. Todos expectantes. El silencio era sepulcral.

De repente, todos miramos en una misma dirección, fieles a la mirada del pretendiente. Por la Carrera, a la altura de "La Campanilla", bajaba una guapa moza con un cántaro apoyado en la cadera. ¡Era el objetivo! Una voz de trueno, dirigida al futuro novio, se oyó  entre nosotros:

Que no se escape!

Sí, había llegado la hora de la verdad. Como los toreros, tenía que salir al ruedo. Nosotros, el público, no vivíamos; nos habíamos sentido tan solidarios que ese “sin vivir en mí” lo sufríamos en comunión.

Tuve la tentación de distraer mi mirada hacia otro lugar e incluso marcharme de allí, pero no podía huir en lo más interesante: "tenía que aprender de las desgracias de otros". Era mi escuela, la escuela de la vida.

Para la futura novia también suponía un trago muy desagradable. Cada vez se acercaba más y, a veces, parecía como si dudara en continuar hacia la fuente de la Aurora, o volverse a la seguridad de su hogar. ¿Qué pensaría viendo semejante muchedumbre "machuna" esperándola a ella? Para más inri, como no circulaba ningún coche, el silencio llegaba incluso a pesar, lo que hacía más dramático el momento, que era una pesada losa.

El pretendiente, por su expresión, anhelaba ser un pájaro cualquiera -aunque fuera un búho, un mochuelo, un zorzal - y escapar de allí. 

Ella llegó a la fuente y puso el cántaro bajo uno de los  caños. De reojo nos miraba y se notaba que se sentía incómoda. Una vez "cargada" de agua, volvió por el camino que la había llevado hasta allí. 

El pretendiente le dio unos 30 metros de ventaja, y entre las palabras de ánimo de unos y las frases "alentadoras" de otros, como “¡este no tiene cojo..!", lo impulsaron hacia su futuro como padre de familia. 

La que iba a ser su novia caminaba despacio pegada a la pared de la acera.  El punto del abordaje tuvo lugar a la altura de la panadería de Cuenca. Ella, que intuía o sabía de qué iba la cosa, ladeaba fugazmente su cabeza hacia la izquierda, esperando ver a su príncipe azul, ahora más bien rojo por el sonrojo, que asomaba al rostro del pretendiente. Empezó un forcejeo verbal.

- "Esgrasiao”, déjame en paz, que no quiero novio.

Y el otro tiraría de memoria y la obsequiaría con todos esos piropos aprendidos de los expertos en el foro “cuatroesquinero”, porque continuaba a su lado sin darse por aludido. Y de esta forma,  se cumplía  todo lo previsto en el ritual para ese tipo de acontecimientos.








El cálculo estaba hecho para formalizar una relación sentimental antes de irse a la mili, bien como voluntarios o quintos. 

Durante la ausencia,  el contacto se mantenía por carta. Recuerdo haber escrito alguna de amor por encargo. Su contenido era de lo más inocente que se pueda pensar. Las cosas "picantonas" las dejarían para sus momentos de intimidad. Me querían pagar, pero nunca acepté dinero. Con una copita de fino me conformaba. Me gusta el vino pero no abuso. Soy un simple pecador que tiene, como cosa rara, desear lo que desean otros "pecadores" ¡vamos, un luqueño más!, a Dios gracias.




Este es el final de una corta pero curiosa historia. El contraste de lo de hace mucho tiempo con la situación de ahora es brutal, pero me quedo con aquello. Aunque supuso privarme de momentos que entonces pensaba que no estaban a mi alcance, salvo si suicidaba  mi libertad. ¡Qué lástima!

El hecho de ir a recoger agua a las fuentes públicas, se debía a que en las casas no solía haber agua corriente. 

Cuando algo cuesta mucho ganarlo, normalmente se valora "mucho bien", como dicen aquí en Aragón.

Y como me viene a la memoria la serie de dibujos animados de aquellos años, titulada "Bugs Bunny (el conejo de la suerte)", acabo con su frase final de cada capítulo: "¡¡Eso es todo, amigos!!". Bueno, me refiero a esta publicación. Seguiré con otros recuerdos y espero que a la gente, que pueda recordar algo de lo que escribo, le traiga buenas sensaciones, reviva aquellos momentos. 

Zaragoza a 15 de mayo de 2013


1 comentario:

  1. Nací en el año 41 y aunque no estube mucho tiempo de mi juventud en Luque tuve la ocasión de vivir alguna de éstas situaciones, si querias pescar tenias que hacerlo en la fuente, en la de las cuatro esquinas o en la de la plaza. Garcias por recordarmelo, me ha hecho revivir muchos recuerdos.

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