(Vista panorámica de Luque en los años 70. Foto de Antonio Navas Jurado. www.cristobalpoyato.com
y www.enluque.com)
" Llegará un día en el que los recuerdos serán nuestra mayor riqueza".
Paul Géraldy
Es primero de marzo de
1961, tengo 12 años y acabo de llegar al pueblo que sería el mío, Luque. Había vivido
ya en muchos otros y, pese a mis pocos años, sentía unas ganas enormes de
permanecer en una casa y en un lugar durante un tiempo suficiente como para
pensar en echar algunas raíces, tener amigos y recorrer espacios donde
sentirme a gusto sin pensar con congoja en que cualquier día podía sufrir otro
cambio, otro traslado. Esa posibilidad de tener que abandonar una nueva localidad, no dejaba de inquietarme.
(Confluencia calles Alta y Marbella de Luque. De Fotografías de Luque)La calle donde nos instalamos se llama Joaquín López Molina, pero en el pueblo se la conoce como la calle Marbella. Es una empinada cuesta que nace en las cuatro esquinas y termina en la calle Alta, en un ensanche donde se alza una fuente, rodeada por un pequeño jardín. A esa altura, a la izquierda, recuerdo la panadería del padre de Enrique Baena (El Negro); en el chaflán que separa la izquierda de la derecha, tiene Paco el Herrador (Jerraor) un local donde se “calzan” a las bestias y en el lado derecho, vive Laureano el del vino... Allí se vende el aguardiente dulce y seco, que ya tuve ocasión de “probar” en el anochecer de un imborrable sábado de 1966.
(Cruz de Marbella. Foto de L. Gil, Luis Gil, Antonio Arjona con su sobrino Laureano y José Pérez)
Una vez que llego a la Cruz de Marbella, la carretera
existente se bifurca. A la izquierda, se abre la que lleva a las Delicias,
lugar que para mí fue, y sigue siendo, un santuario, un paraíso, al que hay que
ir caminando con sosiego para disfrutar
del paisaje que la escolta y adorna a izquierda y derecha: olivos, almendros,
bayas, sembrados. Beber el agua de su fresco pozo, gozar de la sombra de los
árboles que se proyecta sobre la verde hierba, tumbarme sobre ella y oler su
fresca humedad es algo que no tiene precio y que se ha convertido para mí en un
escenario con un significado sustancial, un sitio inmemorial que siempre estará en mi recuerdo y que despierta emociones que, no por repetidas, se presentan como si
fuera la primera vez que las percibiera. Son sensaciones, que me producen un intenso calor que me sube del pecho a la garganta y se me anudan, llevándome con rapidez supersónica a recuperar el pasado, aunque para ello no tenga que comerme, como Proust, una magdalena.
En este lugar, Luque y en su entorno, rodeado por lomas, sierras, tajos, montes, peñas, donde se levanta el colosal castillo Albenzaide, el Tajo del Algarrobo, La Pedriza, el Peñón de la Pita... y, ¡cómo no! la majestuosa iglesia parroquial, Nuestra Señora de la Asunción, denominada por su grandeza, como no podía ser de otra forma, "Catedral de la Subbética", y tantos y tantos lugares, que iré rememorando a lo largo de este breve historia, viví parte de mi niñez y de mi adolescencia. Aquí eché raíces y conocí a amigos que nunca he olvidado. Con ellos o solo, pateé y exploré todos y cada uno de sus mágicos rincones, que, desde ese momento, se han convertido en habitantes perennes de mi memoria, acompañados de sentimientos de alegría o tristeza, con los que se llenan de nostalgia mis recuerdos.
(Casa y pozo de Las Delicias. Foto cedida por Cristóbal Poyato. www.cristobalpoyato.com)Uno de esos recuerdos imborrables está relacionado con la Parroquia, a la que accedí como lugareño-turista un día cualquiera de los muchos en los que deambulé por el pueblo.
1. La Parroquia
Foto de la página www.cristobalpoyato.com)
Sobre las cuatro de la tarde salgo de mi casa, bajo la
calle y me encamino a la Plaza. Hace algo de calor y no se ve a nadie. Como no
me encuentro con ningún conocido, por un momento pienso si ha sido una buena
idea salir a aquellas horas intempestivas. Envuelto en mis pensamientos, fijo
mi mirada en el esplendor arquitectónico de la Iglesia Parroquial, que pone una
nota de arte y gloria en el Llano. Como un autómata atraído por su majestuosidad y
su misterio, me dirijo hacia su escalinata de acceso. La subo y, sin dudarlo un
momento, entro en el templo. El contraste de la luz exterior con la oscuridad
del lugar me impide, apenas atravesado el umbral, admirar en toda su plenitud
la belleza y la espiritualidad reinantes en cada rincón, en cada capilla, en
cada columna, en cada adorno del artesonado del recinto. El frescor me envuelve
y un leve olor a incienso me recuerda que estoy en un lugar sagrado. Por la
parte del coro, paseo y, desde el pasillo central, miro el altar y el retablo y
me quedo extasiado por su divina hermosura. Un ligero golpeteo de madera me
libera del éxtasis. “Alguien ha debido salir por la puerta que comunica la
iglesia con la casa parroquial”-me digo-, y me siento un rato más en la fila de
bancos de los hombres, para seguir inmerso
en aquella soledad gratificante, en aquella
sensación seductora, en aquella quietud, adobada de aromas, que emanan las
imágenes, que a derecha, izquierda y enfrente, se hallan como observándome,
como si esperaran mi visita y se alegraran de verme. Al rato, alguien entra,
cruza las naves y se adentra en la sacristía. Momentos después se dirige al
campanario y comienzo a escuchar el doblar del esquilón. “La muerte no deja de
hacer su trabajo”, es mi reflexión. Me incorporo y abandono el templo,
adentrándome de nuevo en el fluir de la vida terrenal.
2. El Terraplén
Una vez en la calle, no
tengo claro dónde ir, aunque lo pienso bien y decido dirigirme al Terraplén.
Estoy seguro de que me encontraré con algún amigo, ya que este lugar era un
punto de encuentro de la chiquillería de entonces. Allí casi siempre
había chavales, compañeros de estudios o no, jugando al fútbol si había balón,
bajando a la cueva de la Encantá o trepando hasta la cumbre de la Pedriza-
nuestro particular 'rocódromo'-, amplio espacio donde tantos y gratos momentos
pasamos. Se hablaba, se contaban cosas, se fumaba cuando había tabaco. Tista
Barona, como ya conté en otro escrito, era nuestro particular maestro de ceremonias y quien solía suscitar los temas de
conversación. Resultaba divertido aquel lugar, donde, con poco, se pasaba muy
bien. No echábamos en falta nada más. La compañía era lo más importante.
(Foto de M.Jiménez de www.enluque.com)
El Terraplén era un llano
arenoso, repleto de una gravilla muy fina, ideal para las caídas y
deslizamientos, debido a la lija en que se convertía aquella superficie que, en
un instante, se merendaba media pierna, codos o lo que fuera si tenías la mala
fortuna de dar con tu cuerpo en tierra. Contaba con una dificultad añadida
en lo que se refiere a su localización. El lado exterior limitaba con el
barranco que llega hasta la fábrica de abajo.
Por allí rodaba el balón con más frecuencia de la deseada cuando jugábamos. Lo justo era que el responsable de que éste cayera por aquella inclinada pendiente tuviera que ir a recogerlo. Aquel hecho suponía que el juego debía interrumpirse durante el tiempo de la recuperación, que no solía ser breve, mientras el “afortunado autor” de la pérdida del balón se pegaba una gran paliza entre la bajada y subida del escarpado desnivel, si bien el escollo mayor lo presentaba la subida. ¡Era penosa! Yo tuve el “gusto” de bajar varias veces como casi todos. El Ayuntamiento, conocedor del problema, levantó una serie de postes metálicos y una malla de alambre del utilizado en los corrales, fino y formando hexágonos, para evitar las continuas caídas. La altura de la frágil barrera debía ser de unos 2 metros. Por lo menos teníamos ese límite de seguridad. Algunos “espabilaos” hicieron cortes por distintos puntos de la malla y, al final, se volvió a la situación anterior: el balón se volvía a largar adonde solía, por los sitios de siempre.
Allí jugábamos a
todo, pero primordialmente lo hacíamos al fútbol. Era nuestro deporte
preferido. El equipo utilizado para este menester poco tiene que envidiarles a
las equipaciones de hoy, si no fuera porque era multifuncional. Consistía en la
misma que lucíamos para ir a la Escuela, a Marbella, al lateral de la
Cueva de los Murciélagos, al paseo, para subirnos a un almendro a coger
allozas, etc. Junto a los zapatos, formaban un conjunto muy sufrido.
Comenzaré por
los superpotentes, aquellos que rebosaban energía potencial y estaban
locos por transformarla en cinética.
Uno de ellos
era Ezequiel Pérez, un joven fuerte, alto y atlético. Trabajaba en su bar,
situado en la calle Alta. Aparecía por el Terraplén de vez en
cuando y en su semblante se advertía la
necesidad de quemar aquel exceso energético que tenía almacenado en su
cuerpo. Calzaba alpargatas de tela fina y fuerte, ideales para desarrollar
sus maniobras futboleras. Aquellas alpargatas se volvían locas de contento al
comprobar que estaban en el campo de fútbol.
No hace mucho tiempo, me dijeron que había fallecido. Llegué a
tener una buena amistad con él. A veces, cuando acudía al Ayuntamiento a hacer
alguna gestión o a otras cosas, dábamos vueltas por el Paseo y me hablaba de
sus cosas. Él llevaba el bar que existía en la calle Alta junto al chaflán que
daba con el local donde su padre, Paco, herraba a las bestias.
Ezequiel parecía un tipo duro pero era una persona que, a su manera, tenía sensibilidad,
lo que pude comprobar en algunas ocasiones. Yo solía pasar por su bar a
eso de las 13:30 más o menos con cierta periodicidad. Siempre estaba oyendo las
canciones de Raphael.
Un día, en que no había ningún parroquiano en el establecimiento, la
madre le llevó la comida: un buen plato de olla y otro de japuta con tomate y
pimientos verdes. Nos sentamos cerca de la ventana, al lado de un velador,
rodeado de tres sillas. Sobre la mesa tenía el menú y sobre la silla libre
colocó su Pickup, como decíamos por aquellos años, que no era otra cosa que un
tocadiscos Bettor, que funcionaba con pilas de tamaño grande.
Yo me estaba tomando una copa de fino y Ezequiel puso una canción del
famoso cantante jienense: “Yo soy aquel”. Cuando comenzó a oírse la música, Eze
casi se pone firme, como si rindiera honores a la estrella de Linares. Estaba
totalmente emocionado.
Una vez que terminó de sonar esa pieza, pasó a la que más le apasionaba:
“Cuando tú no estás” que comenzaba así como: “No sé si el mundo es el de
siempre, pero yo lo veo diferente, cuando tú no estás…..” . Casi lloraba de
gusto. Se concentraba tanto que, como un robot, pinchó un trozo de palometa y
giró el antebrazo para llevársela a la boca, pero se mantuvo quieto, atento a
la melodía. Yo creo que hasta el pescado aquel le dijo algo así como: “No me
comas todavía, no me comas por favor, hasta que termine esta música maravillosa
que nos gusta tanto a los dos.”
"Cuando tú no estás", como música de fondo)
Así era aquel hombre y así quiero recordarlo.
- Jesús, el hijo de Dulce, era otro coloso en el terraplén. Sus facciones
angulosas y sus movimientos de manos haciendo como que se atusaba el
tupé que adornaba su frente, su peculiar frote de las palmas de las manos, su silencio y concentración en el
juego, denotaban que necesitaba quemar todo aquello que le sobraba: energías
a raudales. Golpeaba
el balón con chutes impresionantes y fruncía el ceño cada
vez que iba a disparar, como si se acordara de alguien.
Un
día largó un pepinazo. Intuí que buscaba mi cabeza y, para protegerme, la giré a un lado con la finalidad de impedir el pelotazo, pero no lo conseguí. Me dio de lleno. Lo que sentí entre la oreja
derecha y la nuca fue como si me hubiera caído encima un meteorito. Creo
que perdí la noción del tiempo y el espacio, mientras oía piar a los gorriones
que rondaban por mi cerebro.
Entre los grandes jugadores, que destacaban por otras cualidades, voy a enumerar a los siguientes:
El portero solía
ser Pepe Aledo (en la fotografía aparece su hermano Francisco). Era un
magnífico cancerbero y, además, mimetizaba a porteros como Betancort, Iríbar o
Yatsin. Cuando se situaba en la portería (bajo los sin palos), flexionaba su
cuerpo con las manos extendidas, y se tocaba el pie izquierdo con la mano
derecha y viceversa; luego levantaba los dos brazos y los ponía en paralelo,
hacía unas flexiones laterales, bajaba un brazo y con el que permanecía
levantado, hacía como que tocaba el larguero a la par que saltaba. Así tomaba
confianza una vez comprobado que todo estaba en orden. Lo que ocurría es que no
había larguero, puesto que las porterías eran rudimentarias, señalizadas
con dos peñascos o un conjunto de piedras, ladrillos o lo que que viniera a
mano, que representaban lo que podría ser la base de los postes. Para jugar un
rato, tampoco hacía falta un equipamiento completo. Además, así accionábamos
nuestra creatividad. Los hermanos Aledo eran sumamente habilidosos. El
Baloncesto era su 2ª actividad preferida. Los recuerdo jugando a este
deporte con las mismas fuerza y energía que desplegaban en el fútbol junto
con, entre otros, Agustinillo, el Hijo de Casimiro E.B.
- De
defensa creo que jugaba Antonio Ortega Escribano, el hijo de Ortega el electricista. Alto y fuerte, era un magnífico central, aunque allí todo el mundo jugaba de lo que
fuera (también los jugadores éramos 'multifuncionales', lo mismo que la equipación, servíamos lo mismo para un roto que para un descosido). El caso era tocar balón.
- Juan
Bautista Barona era “la galerna del terraplén”. Le gustaba jugar
de extremo derecho. Cuando se hacía con el balón, se notaba que sabía lo
que llevaba entre las piernas, o sea, me refiero al balón. Le
imprimía una rapidísima velocidad y aquella bola iba en línea
recta. Corría tanto que yo muchas veces pensaba: ¡Jopé, se va
a pegar un castañazo contra la Pedriza que la va a derribar!. ¡Nada,! cuando parecía imposible que centrara, allá casi sobre la línea
imaginaria del fondo, golpeaba el balón y le solían salir
fantásticos centros desperdiciados por el hatajo de torpes que
pululábamos por el área, también imaginaria. Algunos, más que rematar, lo que querían era intentar hacer la tortuga, o sea, meter la cabeza en el tórax para que no les alcanzara el balón. De Tista me
impresionaba oír su galope cuando avanzaba por la banda derecha. El sonido de aquellas zancadas rápidas y medidas, amplificado por la arenisca, imponía. Para mí que era como Gento, aunque patease el campo por el
otro extremo (Hay que recordar que a Gento lo apodaban "la galerna del Cantábrico". Santanderino de origen, jugaba en el Real Madrid de extremo izquierdo).
(En el Terraplén. Partido oficial. Años 60. Foto cedida por José Baena. www.enluque.es)
- José Navas era un artista. De regates cortos, le gustaba recibir el balón y se
paraba pisándolo con autoridad. Erguido, miraba desafiante a sus
contrarios, que éramos todos. Se apoyaba con el pie izquierdo y con el
derecho, con el balón bajo su suela y esperaba el más mínimo atisbo de que alguno
metiera la pata, para, con una tranquilidad pasmosa, echar el balón
hacia atrás, lo suficiente como para esquivar ese conato de robo de
pelota. Si el metepatas volvía a intentarlo, José escondía el
balón tras el tacón del pie de apoyo. Como solía esconderlo tanto y tan bien,
a veces no lo encontraba ni él, y entonces veía yo a Sebastianillo
correr como un galgo con el balón hacía la portería.
- Sebastián
Urbano era fantástico. Sabía llevar el balón de una forma
magistral. Iba recto hacia la portería haciendo unas leves fintas
con la cintura y, sin necesidad de tocar la bola aquella, dejaba a todos los que salían al paso medio partidos por la ídem. Para mí, era igualito a
Manuel Velázquez Villaverde, número 10 del Madrid, donde fue
considerado como su buque insignia.
-
Manolo Navas era valiente, pundonoroso, potente, sacrificado, lo daba
todo. Como jugador me recordaba a Pirri.
- José
Mari Urbano, el Fenómeno, transmitía paz, sosiego. Con el balón en
los pies era el dueño del mundo. Parecía que llevaba un calcetín
de seda en lugar de zapatos. Era la Autoridad, el que sabía qué
hacer con aquella cosa redonda. Tenía un chute fantástico. Lo
tenía todo. Para mí que Modric, antes de llegar a ser espermatozoide, comenzó
a inspirarse en el amigo José Mari.
Eloy Porras era muy fuerte y tenía buen chut.
No quiero olvidarme de mis compañeros José Pérez Ortíz (El Rubio), Antonio
Arjona, Rafalín Navas Luque, Marcelino González Rabadán, Agustín el Porterillo,
Pedrín Ortega, Alfonsillo Molina, Francisquito, Toleo, Rafa, Juanillo el de la
calle San Fernando, Manuel Castro Rodríguez y otros que participábamos en aquellos memorables momentos de
esfuerzo y salud: mientras jugábamos no fumábamos.
Algunos de los citados formábamos un grupito que podría denominarse “de
los mediocres”. Si
en algo destacábamos, era por ese costillar de galgo que teníamos, peso ligero,
arranque rápido y parada de burro. De todas formas
éramos necesarios para hacer bulto, aunque con la intención de pasarlo bien.
A mí me gustaba mucho jugar junto a la pared del patio
de las casas de los maestros. En una ocasión me entregaron un balón y yo lo
paré. Me hallaba de espalda a la portería mientras me acosaba uno frente a
frente. Reaccioné rápidamente y le di un fantástico taconazo a la pelota,
girándome como un rayo y logrando escabullirme. Lo malo es que no sabía qué
hacer con el balón a campo abierto y, además, lo impulsaba de una de las dos
siguientes maneras: o no le imprimía mucha velocidad, entonces se me quedaba
atrás, o me pasaba de fuerza y no podía alcanzarlo.
Una
tarde estábamos jugando en la portería cercana al castillo. Alguien
lanzó un balón bombeado y yo fui a rematar con la cabeza. En ese
momento sentí un golpe brutal y seco, muy doloroso, y me dije “¡Jo…,
qué balón más duro!”. Noté que algo cálido me recorría la
frente e, instintivamente, eché mano al lugar y vi que manaba de
la herida sangre, tanta que casi me desmayo. Me acompañaron hasta el
escalón de una de las dos escuelas que estaban a la entrada del
Terraplén. Así, algo más tranquilo y, taponada la herida con un
pañuelo, me enteré de que había sido una piedra la causante de la brecha. Sin intención alguna, uno de mis amigos, la había lanzado desde el terreno que caía entre el llano del Rosario y el Terraplén.
Mi
amigo "el escalabraor" y alguno más me acompañaron a casa de D. Paco, que me puso unos puntos y me vendó la cabeza, pero lo hizo con tanta generosidad en el vendaje,
que acabé pareciéndome a un indio de la India con aquel turbante.
Me mandó para mi casa con una receta de 4 botes de Streptomicina,
que me las puso don Emilio el practicante. Cuando me vio mi madre con aquel aspecto tan exótico, sintió una gran "alegría".
El día 20 de octubre de 2013, durante la visita que hicimos a Luque unos antiguos alumnos del Maestro del Algarrobo (Conchi y José Mari Urbano, Alfonsillo, Antoñín y José Arjona y sus respectivas esposas), al entrar en el terraplén, Antoñín me recordó la pared donde yo hacía como que sabía jugar al fútbol y no daba una. Al principio, me hallaba desorientado debido a la trasformación que ha experimentado el Terraplén con las nuevas construcciones, como la del Hogar del Pensionista. Luego, mi amigo me indicó el lugar exacto, donde antaño hacía yo mis pinitos como futbolista torpe. No cabe la menor duda de que yo era del grupo de jugadores de los que pueden vender los chinos a 1 € la docena.
El día 20 de octubre de 2013, durante la visita que hicimos a Luque unos antiguos alumnos del Maestro del Algarrobo (Conchi y José Mari Urbano, Alfonsillo, Antoñín y José Arjona y sus respectivas esposas), al entrar en el terraplén, Antoñín me recordó la pared donde yo hacía como que sabía jugar al fútbol y no daba una. Al principio, me hallaba desorientado debido a la trasformación que ha experimentado el Terraplén con las nuevas construcciones, como la del Hogar del Pensionista. Luego, mi amigo me indicó el lugar exacto, donde antaño hacía yo mis pinitos como futbolista torpe. No cabe la menor duda de que yo era del grupo de jugadores de los que pueden vender los chinos a 1 € la docena.
3. La Cripta
(De la página www.enluque.com. Foto cedida por José Baena)
Una tarde, es probable
que fuera durante un regreso desde el Terraplén hasta el Llano, observamos que
la puerta principal de la Parroquia estaba abierta de par en par. Era la
entrada, que contaba con una gran contrapuerta de madera que, a su vez,
contenía a ambos lados sendas puertas pequeñas para la llegada y salida de
fieles.
Aquel conjunto era como
un zaguán que aislaba el interior del templo de los rigores del frío o del
calor. Además, la contrapuerta tenía asignada otra función: publicar y
anunciar. Allí se colgaban aquellos carteles en los que se informaba de
efemérides y actos eclesiásticos, como por ejemplo, los que recogían
información sobre la celebración del Domund. Yo recuerdo uno que decía algo
así: “El domingo 14 de octubre, día del Domund”. A la salida de misa de 12
esperaban al público asistente al acto religioso, voluntarios que, con
huchas, pedían donativos para ayudar a los necesitados del Tercer Mundo.
También se exhibían las amonestaciones, o sea, el anuncio de bodas, que iban a celebrarse en fechas cercanas, en las que aparecían los nombres de los contrayentes, por si alguna persona tenía algo que alegar acerca del matrimonio, lo hiciera antes de la ceremonia. Era una prevención muy adecuada ya que alguien podría conocer, por ejemplo, que el novio ya estaba casado en otro pueblo lejano, u otro motivo de peso que pudiera exponer antes de que el sacerdote procediera a dar las bendiciones y, si no recuerdo mal, para poner la calificación que la iglesia daba a las películas que se iban a proyectar en el cine. Aquellas calificaciones eran muy variopintas, adecuadas al contenido que se iba a exhibir: para todos los públicos, rosa, rosa con reparo y, no estoy seguro, granate. Con respecto a las películas y como chaval que era, al ver aquellas calificaciones, no voy a negar que me entraban unas ganas enormes de cumplir 16 años para ver las clasificadas rosas, y luego quería tener 18, y así sucesivamente.
En el interior de
la iglesia, la distribución de los feligreses estaba separada por sexo. En los
bancos de la derecha se situaban las mujeres; en los de la izquierda, los
hombres. Todos los domingos se celebraba la misa de 12 y el recinto estaba
atestado de gente. Al finalizar la ceremonia, un río de personas salía a la
calle para pasear, ir al bar, y/o a lo que fuera, y, entonces, era el espacio
abierto en torno al Paseo, la Plancha, el Llano..., el que acogía aquella masa
humana. Aludo a estos hechos, porque con tantas personas, uno no podía fijarse
en algunos detalles que había en la salida, por ejemplo, en una puerta, a modo
de trampilla, enmarcada en el suelo, que no llamaba la atención a primera
vista. Esta puerta conducía a través de unas escaleras al pequeño
cementerio o cripta que existía debajo del suelo parroquial.
(Obras de excavación, realizadas en 2011 en el suelo de la Parroquia. Criptas.
De Luque por su parroquia)
Esa tarde entramos
por la puerta del zaguán y nos fijamos en el suelo, donde se veía
claramente una misteriosa plancha de madera que se confundía con él. La intentamos levantar y vimos que era posible; así que procedimos
a hacerlo y nos encontramos inesperadamente con unas escaleras y con la
oscuridad, mucha oscuridad. Dos del grupo quedaron sosteniendo el portón y
otros dos o tres bajamos con más miedo que vergüenza. Entre la poca luz
ambiente que entraba con el portón abierto y la ayuda de unas cerillas y algún
mechero fuimos dándonos cuenta de que aquello era un pequeño cementerio
subterráneo. Había nichos, unos rotos y otros cerrados. A la derecha, vimos un
cráneo que nos “miraba” con esa sonrisa enigmática que suelen tener las
calaveras. Nos quedamos sumamente sorprendidos y bastante acongojados; aunque
yo, realmente y hablando en plata, me acojoné.
Pasado algún
tiempo, recordaba y, aún hoy, recuerdo aquel cráneo, al que, en mi imaginación,
le pongo voz, aunque no voto. Es como si aquella cabeza descarnada nos hubiera
dicho: "Pero, ¿qué hacéis aquí, desgraciados? Habéis venido antes de
tiempo a bailar la danza mortal. Todavía no os ha llegado la hora; así
que, ¡echad paciencia!... Y no os preocupéis, que ya os llegará el día
del sueño eterno!". De esta forma, entre lo visto y aquellas tranquilizadoras palabras imaginadas por
mí, sonreía, o sea, que molaba, como dirían hoy los más jóvenes.
Después de esa visita, y
en pocos días, volvimos al mismo lugar, ya con más calma y menos miedo. Lo
bueno que tenemos las personas es que nos acostumbramos a casi todo, y nosotros
acabamos acostumbrándonos a las tinieblas de aquel osario subterráneo. Lo
malo es que hay cosas a las que es imposible acostumbrarse nunca, situaciones
dolorosas, duras, crueles, que, aunque el tiempo puede mitigarlas un poco, las
huellas que dejan son tan profundas y, en muchos casos, tan persistentes
que marcan para siempre a las personas.
E, indefectiblemente, la vida seguía su curso por aquellos parajes, donde se iban fabricando más recuerdos.
Continuará...
Yo, naci en Luque en 1950, muy pequeños, nos trasladamos a Cordoba, pero pasé muchos veranos en Luque, en casa de mi tios Juan Arrebola Porras y Antonia Lopez Cañete, la ningunita, que era costurera y vivian en San Sebastian bajo, el Santo bastian, como le decian.
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ResponderEliminarYo soy del 57. Me acuerdo de ti perfectamente junto a todos esos amigos y compañeros que has citado. Aunque es dificil que tu tengas memoria de mí , para intentar refrescarla puedo citar que soy el segundo nieto de Santiago vejigas, tu vecino de la casa de arriba en la calle Marbella , tal vez me recuerdes por ese detalle. Mi nombre es Agustín Bravo, para los luqueños de hoy, " El doctor Vejigas" . Los chiquillos de mi edad veíamos en vosotros a los mayores, los espejos donde queríamos reflejarnos. No era infrecuente que llegárais al terraplén y nos echárais del campo para jugar vosotros. Alguna vez me encabroné, pero valía de poco. Lo más que podía uno recibir era un sopapo y tener que irse caliente además de triste y humillado. Unas veces con rebeldías, otras con sumisión y protestas soterradas nos retirábamos cabizbajos y vencidos.
ResponderEliminarDe jugadores pasábamos a ser espectadores. Asistíamos al espectáculo de veros jugar y aprovechábamos vuestro cansancio para tratar de sacar alguna perra... Me he acordado de una enorme decepción que aún me escuece: yo junto a otros chavalillos estábamos apostados en el terraplén, unos en el pequeño llano en que se había convertido la cumbre de la muralla que circundaba el castillo; otros junto a la peñasco que hay en la que fue haza de Carambo , aquel hombre mítico , pequeño, pero del que se decía entre burlas y admiración que se le subían las hormigas por el miembro viril cuando defecaba en el campo. En realidad se decía , esquivando cursiladas, que " la tiene más larga que Carambo, que se le subían los hormigos por la polla cuando cagaba en el campo". Allí estaba yo, en el terraplén, esperando que alguno tirara el balón fuera del campo de juego en dirección a la estación. Rafa Ortiz, el hijo de Rafalito " el de la tienda" con el que compartí después algunas charlas literarias memorables, y que era un verdadero sopo en eso del arte futbolístico, chutó con mala fortuna y la tiró a la "fabrica de abajo". Los chiquillos nos precipitamos terraplén abajo ligeros como plumas y a velocidad de vértigo. Nos disputamos el balón porque quien lo atrapara y lo subiera al campo de fútbol obtendría el premio de una peseta que había prometido Rafa a quien lo hiciera. Peleándome con los demás conseguí hacerme con el balón, lo subí jadeando, con el latido cardíaco martilleando mi pecho y esperé la peseta inmediatamente. Rafa me dijo que esperara a que terminara el partido... ingenuo de mí, al pedírselo de nuevo su memoria se había evaporado. Me hubiera gustado picar su racanería, pero ya no es posible.
Mi memoria se ha visto espoleada al leerte, Luis, creí ese episodio enterrado en lo más profundo de mi memoria y ha surgido entre añoranzas y tristezas...
Luego te responderé con más tiempo. Un abrazo. Tú también me has recordado cosas de entonces.
EliminarHola, Agustín, te conoceré pero tu cara no viene a la memoria. Ten en cuenta de que nos llevamos 9 años, o sea, que soy mayor que tú. Cuando llegué a Luque deberías tener unos 3 años y yo 12. Recuerdo a Santiago y a su hermana Carmen.
EliminarLo de que no os dejábamos jugar en el terraplén, no tengo conciencia de haber hecho daño a niños como vosotros, si yo hubiera sabido eso, hubiera preferido no participar en el juego. Mis compañeros, amigos, todos, no íbamos a ningún lado con actitud prepotente, éramos nobles y discretos.
Fui amigo de Rafael Ortiz, hijo de Reafalito el de la tienda. Me alegro que compatrieras con él charlas literarias. Era muy bueno pero la memoria nos fallaba a todos, por eso no te dio la peseta. La verdad es que subir aquella cuesta infinita merecía mucho más que lo que te prometió, pero entonces la vada estaba "mu achuchá".
Voy a escribir más cosas que espero susciten sentimientos de añoranzas y tristezas, buenos ratos, etc., porque la vida es una mezcla de todo eso junto.
Un abrazo.
Me parece que te he confundido con Luis Gil Amores...
ResponderEliminarYo soy Luis Gil Amores, Agustín. No te has confundido. El nombre de Facebook es un seudónimo.
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